EL ÚLTIMO BAILE



   Lady Margot se sienta frente al espejo dorado del dormitorio. Se mira un instante y aparta la mirada. ¿Quién es ahora?
El vago recuerdo de la mujer bella y exitosa que un día fue le impide contestar. Coge la barra de labios y se mira de nuevo. El espejo le devuelve un cuerpo reducido a los huesos, un rostro estriado y amarillento que ha hecho desaparecer la suavidad de sus facciones, la tersa piel de mármol que poseía en su juventud. Adopta ahora una expresión altiva y muy digna ante su reflejo, y durante un segundo aparece la gran diva que actuó en los mejores teatros del mundo, pero se desvanece al instante cayendo inexorablemente por el abismo de sus hundidos ojos. Se perfila los labios y el carmín va derramándose entre los surcos de sus arrugas. El rojo encendido la convierte en un títere momificado, en una cereza reducida a pasa. ¡Qué cruel es el paso del tiempo!


Coge unas flores marchitas que hay en la mesa del tocador y se las va colocando en forma de corona sobre el largo y escaso pelo gris. Esta imagen le hace viajar en el tiempo, muchos años atrás, a la noche de su debut como primera bailarina en el ballet del teatro real de Londres, cuando, sentada en el camerino frente al espejo rodeado de bombillas, daba los últimos retoques a su maquillaje mientras una mujer le adornaba el cabello con flores blancas. Aquella noche representaba a “Galatea” y debía convertirse en una estatua que cobraba vida. Hasta allí llegaba el murmullo de los espectadores que llenaban por completo el teatro. Esperaban ver a la nueva bailarina y al sinfín de virtudes que habían oído hablar de ella. Mientras se ataba las cintas de las zapatillas comenzó a sentir un vértigo asfixiante. Aún no sabía que aquel miedo escénico pasaría y que triunfaría sobre el escenario bailando hasta rozar la perfección.
Al acabar la función, mientras los aplausos se alargaban y se mezclaban con el glamour de las lámparas de araña y los palcos dorados, ella notó cómo la fama envolvía su cuerpo y le hacía rutilar sobre el escenario. La obra “Pigmalión” fue todo un éxito, y Lady Margot, la estrella indiscutible. Aquí empezó su carrera de éxitos, los días de vino y rosas, las giras por todo el mundo, los triunfos y la gloria.

–¡Efímera gloria destructiva!

Su voz suena desde las catacumbas del tiempo. Regresa al presente. Está atardeciendo y una luz escasa entra por la ventana del dormitorio. Las sombras crecen en la habitación. Todos los objetos de la estancia han perdido su color natural y están cubiertos de polvo. Dirige sus pasos al armario carcomido y lleno de humedades. De entre todos los magníficos vestidos –que ahora están consumidos por las polillas– elige uno de seda y encaje amarillento que se cae a pedazos y se viste con él. Luego cubre sus delgados brazos con unos guantes de raso muy largos y vuelve a mirarse en el espejo. Su aspecto es tan siniestro que se asusta de sí misma y se aparta deprisa. ¡Triste realidad!

Saca una botella de absenta de un cajón de la mesilla y empieza a beber mientras recorre la habitación y se asoma a la ventana. La vista melancólica del jardín le hace suspirar. Un otoño triste ha tomado la hierba descuidada y ha cubierto todo de hojas. Así se siente Lady Margot, como las hojas que se desprenden de las ramas y caen al suelo.

El jardín se ha convertido en un tétrico escenario. Las enredaderas han tapado la fachada, los límites de la verja y los mosaicos de colores del porche. La mesa y las sillas de forja están oxidadas y el lúgubre estanque del fondo tiene el agua turbia y los márgenes llenos de moho. Detiene su mirada en el columpio casi oculto por las matas de hierba salvaje que han crecido y recuerda cómo se mecía en él su hijo mientras ella descansaba tumbada en el césped y Henri, su gran amor, cortaba las rosas más bonitas del jardín para regalárselas. Los días eran luminosos y la casa siempre estaba llena de gente. Allí se celebraban cenas y fiestas con la flor y nata de la sociedad. El bullicio, las risas y la música eran parte del mobiliario. Una felicidad completa llenaba su idílica vida, nadie sospechaba que aquel cuento de hadas tenía los días contados. Silenciosamente, la desgracia llegó para quedarse.

Una noche de tormenta, el avión en el que viajaban Henri y su hijo sufrió un accidente y cayó al atlántico. Iban a verla actuar en Chicago, pero nunca llegaron a la cita. Y el corazón de Lady Margot se hundió con ellos.

La decadencia entró en su vida con mucho sigilo y fue ocupando los huecos que habían formado las ausencias. Le cambió el carácter y se volvió excéntrica y maniática. La amargura se filtró por sus venas y ya no era capaz de disfrutar de nada. Vivía de noche y dormía de día. Fue entonces cuando llegaron los excesos y su adicción al alcohol. Empezó a gritar a todo el mundo y trabajar con ella se hacía insoportable. Perdió la concentración y su calidad como bailarina comenzaba a cuestionarse. Después de cada representación, los abucheos la humillaban y manchaban su reputación. La vida no le dio una segunda oportunidad y un día el telón se bajó para no subir más.
     
Algo la hace reaccionar. La absenta está haciendo efecto en su enfermiza mente, dando paso a las alucinaciones. Cree escuchar una música proveniente de fuera del dormitorio. Antes de salir se detiene por última vez delante del espejo y aparece, por fin, la auténtica Lady Margot. El pelo negro le cae ondulado sobre los hombros. Su cuerpo esbelto se ciñe bajo el corsé de encaje como si fuera una muñeca. Los ojos naturales de largas pestañas brillan por encima de sus pronunciadas mejillas. La nariz se perfila recta y los labios suaves y bien formados destacan pintados de rojo sobre la piel de mármol.

Ya está lista, su publico la espera.

Sigue el sonido de la música y llega hasta la escalera. Desde su delirio parece observar el esplendor que luce la casa. Las lámparas de cobre, los candelabros, los cuadros de Paris y las alfombras persas acompañan con elegancia a los muebles de ébano, a las paredes tapizadas y a las cortinas de damasco. Ha venido todo el mundo y la esperan al pie de la escalera. Ella baja como una diosa los amplios peldaños mientras la gente la mira con admiración. Saluda con una amplia sonrisa y es acogida con aplausos. Antes de llegar abajo, Henri sale a su encuentro y le ofrece la mano.

­–¿Me concedes este baile?

Ella asiente y los dos comienzan a bailar un vals. La gente se aparta a su paso y les van haciendo un pasillo alrededor hasta el centro del salón. Danzan y cuando giran parecen estar flotando. Los ojos de Henri le llenan de paz y en ellos se pierde...

Pero la realidad es muy distinta. El sombrío salón parece haberse detenido en el tiempo. Todo se ha cubierto de telarañas y se muestra decadente y ruinoso. Una anciana decrépita vestida como un fantasma está bailando sola en medio del funesto decorado y su simple visión produce verdaderos escalofríos.
Todas las personas que cree ver la abandonaron cuando dejó de ser importante, y en la soledad de la mansión, se fueron perdiendo los recuerdos y los años.

Ella continua en su ensueño. La música sigue sonando y el salón es una gran sala de baile. Todo el mundo se divierte. De repente, entre sus invitados ve a un niño corriendo en dirección al jardín. Da un beso de despedida a Henri y se va tras él.

La noche ya se anuncia en el cielo plomizo, pero aún le queda luz suficiente para ver a su hijo moverse entre los rosales. Sale a buscarlo pero el niño va de un lado a otro y no puede alcanzarlo. Al fin se detiene al fondo del jardín. La madre corre con los brazos abiertos hacia él pero al intentar abrazarlo la imagen del niño desaparece y ella cae precipitándose sobre el agua sucia del estanque.

Lady Margot esboza una sonrisa justo antes de hundirse en el fango. 

    

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