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Mostrando entradas de agosto, 2018
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Respiro. Consigo los pómulos de Jennifer Jones en un bazar de falsificaciones y los uso como promontorios para mis lágrimas, descubro una flor de plata entre los jirones de este dolor lacerante… y olvido pensar mientras me como un helado de chocolate sin mancharme, al lado de un chico que escucha música trap y fuma cenizas de tiempo sin que sepa que el tiempo es una valquiria desnuda y armada… respiro, y pongo un imperdible en la solapa de la tarde para que me conduzca sin extravío por sus arterias de nube y de humo; las siete y media, respondo a un hombre de ojos verdes que me ha preguntado la hora en la parada del autobús, consciente de que pronto los cristales de la ciudad se cubrirán con el último sol… y qué alivio sentir una lluvia azulada en la cara ahora que lo que duele es no entender por qué duele, ni conocer el motivo que lo provoca, si acaso, el silencio; me alimento de sueños y no desvelo a nadie que me rindo fácilmente, que solo lucho para obtener un esp
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NUEVE PASOS Pintura de Paul Wright Los veranos de mi infancia siempre comenzaban con el viaje al pueblo. Mamá vaciaba medio armario en varias maletas, las metía en el maletero del coche y colocaba la silla de ruedas de mi hermana pequeña encima. Nosotras íbamos sentadas en el asiento de atrás, vestidas con canesús de punto y preguntando minuto a minuto cuánto faltaba para llegar. Cuando al fin avistábamos la casa de los abuelos, tocábamos el claxon y ellos salían a recibirnos. La abuela pintaba cuadros. El abuelo era zapatero. Después de un par de días, mamá nos embadurnaba de besos, se montaba otra vez en el coche, y desaparecía. No volvíamos a verla hasta septiembre. En el pueblo brillaba la cal, el color añil y un río transparente. Y parecía que en el estudio de la abuela se concentraban el resto de los colores; de sus pinceles salían mujeres fucsias, candelabros verdes o montañas doradas; los cielos lucían estampados y los árboles se elevaban puntiagudo

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