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Mostrando entradas de 2018
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NADA Ahora que soy nada, prefiero llamarte Amor. Aquí los colores no viven y la música tiene ojos de búho. Podría pensarse que sopla un poco de viento, pero no, es solo la ilusión que provoca el respirar a destiempo, como cuando el perfil de las sombras se levanta y no te deja amanecer y parece que hay una luz iluminando las emociones, pero no, solo hay nada. Una nada traída de algún país alto y atormentado por el eco de un pasado doloroso que la naturaleza imperante tuvo que eliminar de su memoria para que no se le desprendieran las azucenas… esto último es tan solo una hipótesis, una suposición sin fundamento, Amor, pero me gusta contarte historias que desde la nada suspiran por existir, como, por ejemplo, que mis manos te busquen en la noche y que mis ojos te miren obstinadamente por encima de los sueños y que mis labios sean una nada quejumbrosa poblada de deseos agrietados, casi ancestrales en su discurrir. Con tanto tiempo acumulado, me he convertido en hilo
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TÉ DE TI Disueltos en agua, tus ojos contienen la mirada interminable que redondea el horizonte. Verde mariposa Metamorfosis. El análisis minucioso de tu boca. Queda claro que, al beberte, me nacen alas, y te estudio los labios con el vuelo de mi cuerpo. Desmenuzo hilos de liquen en el calor que desprendes y soy mariposa verde, revoloteándote.    He mirado las acepciones de la palabra S ueño en los espejos brillantes de un laberinto y ninguna me señala el camino a escoger. Si me detengo a contar los cielos que caben en la piel de un sentimiento quizá nunca comprenda su significado. Cadencia blanca Yo. Hojas y brotes. Recolecto las yemas de mis dedos con Pureza, palabra de diez cielos y un nenúfar encantado que impide al dolor oxidarse lento. Los suspiros acogen tristezas desvanecidas en el espacio oscuro de la risa,      y se me cae la inocencia al lamer la cuchara por la que te escurres como un abrazo, hasta mis
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Respiro. Consigo los pómulos de Jennifer Jones en un bazar de falsificaciones y los uso como promontorios para mis lágrimas, descubro una flor de plata entre los jirones de este dolor lacerante… y olvido pensar mientras me como un helado de chocolate sin mancharme, al lado de un chico que escucha música trap y fuma cenizas de tiempo sin que sepa que el tiempo es una valquiria desnuda y armada… respiro, y pongo un imperdible en la solapa de la tarde para que me conduzca sin extravío por sus arterias de nube y de humo; las siete y media, respondo a un hombre de ojos verdes que me ha preguntado la hora en la parada del autobús, consciente de que pronto los cristales de la ciudad se cubrirán con el último sol… y qué alivio sentir una lluvia azulada en la cara ahora que lo que duele es no entender por qué duele, ni conocer el motivo que lo provoca, si acaso, el silencio; me alimento de sueños y no desvelo a nadie que me rindo fácilmente, que solo lucho para obtener un esp
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NUEVE PASOS Pintura de Paul Wright Los veranos de mi infancia siempre comenzaban con el viaje al pueblo. Mamá vaciaba medio armario en varias maletas, las metía en el maletero del coche y colocaba la silla de ruedas de mi hermana pequeña encima. Nosotras íbamos sentadas en el asiento de atrás, vestidas con canesús de punto y preguntando minuto a minuto cuánto faltaba para llegar. Cuando al fin avistábamos la casa de los abuelos, tocábamos el claxon y ellos salían a recibirnos. La abuela pintaba cuadros. El abuelo era zapatero. Después de un par de días, mamá nos embadurnaba de besos, se montaba otra vez en el coche, y desaparecía. No volvíamos a verla hasta septiembre. En el pueblo brillaba la cal, el color añil y un río transparente. Y parecía que en el estudio de la abuela se concentraban el resto de los colores; de sus pinceles salían mujeres fucsias, candelabros verdes o montañas doradas; los cielos lucían estampados y los árboles se elevaban puntiagudo
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ATLAS AMATORIO (Pintura de Roberto Volta) Los amantes pisan, descalzos, Helsinki. Las bahías, libres del sopor del hielo, blancas en el espejo del cielo, son un reflejo de sus cuerpos desnudos. Subirán a las caricias del primer viento que los transporte hasta el centro de la cama.   Melbourne está muy lejos, aseguran, sin saber muy bien cómo mirarse, si con dulzura o con estrépito de cataratas. Se abrazan como si rodearan un día con seiscientos soles adentro, saboreándose el húmedo sonido de los labios. Dejando que Viena se esparza al norte de sus ojos y puedan así respirar suspiros de Danubio. Miden muy bien el espacio de los deseos, porque si a Melbourne le da por atardecer en París, no habrá suficiente Sena para electrizarse, para erizarse, para enloquecer de piel. Pero hoy, París amanece en Lima, los ángeles traviesos saltan la rayuela adolescente de la almohada y un ejército de pliegues convierte las sábanas en campos revueltos de satén. Entonces, ellos, lo
6. Ay, vida mía, utopía o sueño. Cómo deshaces la infinidad de tus mundos en mi pequeña existencia. Y yo, que no sé acogerte, siento que te escapas, que te pierdo por no saber descifrarte, en las formas cotidianas donde apareces casi sin pretenderlo. Cuando tiendo la ropa, por ejemplo, mientras las sábanas se ondulan y los pantalones cuelgan, inertes, en su deseo de echar a andar. La manga de una camisa apunta hacia el balcón y entonces… percibo tu destello recorriendo la calle. Brillas enormemente más que el sol en los cristales de los coches. Me haces cosquillas en el estómago, yo quiero respirar contigo dentro, detenerte en mí, saber realmente quién eres...   Porque, ¿quién eres tú?, ¿una palabra?, ¿un domingo por la mañana?, ¿el aleteo que estremece mi piel como si tuviera peces alborotados recorriéndome las venas? Si supiera albergarte, no te derramarías. No escocerías, líquidamente, en mis heridas. Si supiera exactamente dónde tienes la miel, el ungüento, la sua
5. Amanece. En la primera claridad del día habitan todos los sueños. Yo cojo el mío al vuelo –lo he reconocido enseguida, lleva tu nombre– y subo al autobús. Hace tanto frío que los bostezos no quieren salir; si dejo de encogerme y me aprieto contra el asiento, cesa el dolor de cabeza, y si miro por la ventanilla, un cielo licuado de nubes rosas confirma que ha merecido la pena madrugar. En la radio anuncian lluvias, la bajada de temperaturas será significativa. Ya lo es, apunto mientras observo cómo el frío, copiando el arte de la araña, va tejiendo una tela de hielo en los ángulos de la ventana.     El color rosado del cielo se esfuma, en menos de cinco minutos, todo será gris. Son cinco minutos, la vida es eterna en cinco minutos. Camino ligera desde la parada del autobús hasta la fábrica de pantalones. El polígono de hormigón aún contiene restos de la noche, poco a poco se sacude las sombras, las va arrojando al suelo.  El día se presenta largo, solo pienso en volve
3. Paseo. Necesito liberar palabras que aún siguen bloqueadas, rondándome por dentro. Mi cabello se riza al contacto con las gotas de agua que flotan en la calle. Encuentro una ciudad lírica, húmeda, casi de plata. Por ella me encamino como si supiera a dónde ir, decidida a que el aire frío me diga lo que tengo que hacer, si escucharle a él o a las llamaradas de invierno que asolan las azoteas. Blancas, resplandecen con el fulgor ardiente del hielo líquido; las cornisas arengan amenazas como un ejército de lanzas apuntando al cielo. Pero hoy el cielo no tiene ganas de desafíos. Mustio, se ha dejado vencer por una bruma aterciopelada que solo piensa en gris. El débil sol ha cedido al asedio de la niebla, también las sombras desnudas de los abedules. Se podría decir que el frío me conduce hacia un paisaje abatido, parecido al que encierra mi corazón cuando las alegrías perdidas se empeñan en saltar sobre él, y le van hundiendo las heridas sin poder quejarse.  Las gotas de agua se

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