ATLAS AMATORIO


(Pintura de Roberto Volta)


Los amantes pisan, descalzos, Helsinki. Las bahías, libres del sopor del hielo, blancas en el espejo del cielo, son un reflejo de sus cuerpos desnudos. Subirán a las caricias del primer viento que los transporte hasta el centro de la cama.  

Melbourne está muy lejos, aseguran, sin saber muy bien cómo mirarse, si con dulzura o con estrépito de cataratas. Se abrazan como si rodearan un día con seiscientos soles adentro, saboreándose el húmedo sonido de los labios. Dejando que Viena se esparza al norte de sus ojos y puedan así respirar suspiros de Danubio. Miden muy bien el espacio de los deseos, porque si a Melbourne le da por atardecer en París, no habrá suficiente Sena para electrizarse, para erizarse, para enloquecer de piel.

Pero hoy, París amanece en Lima, los ángeles traviesos saltan la rayuela adolescente de la almohada y un ejército de pliegues convierte las sábanas en campos revueltos de satén. Entonces, ellos, los amantes, surcan con sus dedos los promontorios y las laderas que la boca ha llovido antes, planeando por el sur de la espalda, levantando en los valles doce escalofríos dormidos.


La Habana los atrapa un instante; el mar del malecón adopta la forma curva de una cadera y se sienten capaces de volar, porque hay una fuerza que los eleva, y los eleva, como si fueran montados en olas ascendentes de espuma que pretendieran atravesar la estratosfera…  

Pero ellos, los amantes, aún no quieren salirse del mundo, y aterrizan en la azotea de un rascacielos de Nueva York, que está conectado a otra azotea de un rascacielos de Tokio por una arteria diametral que parte el aire y une, de lado a lado, cada borde de la cama. Así que, en consenso, deciden avanzar hacia Tokio guardando el equilibrio sobre un cable de funambulista, como si no hacerlo supusiera un desajuste en su balanza de quererse, temerosos de que alguno de los dos pudiera no corresponder a las caricias, pesar menos ternura en los abrazos, o bajar un nivel en la intensidad del deseo… y van, oscilando pasos tambaleantes hasta que caen sin remedio, conmovidos por los sollozos que Berlín emite cada vez que piensa en Caracas, su amor imposible.  

Entonces, ellos, los amantes, comienzan a besarse con un irrefrenable ímpetu, porque no quieren que les suceda lo mismo; ese vértigo de tener que habitar en un abismo insondable que los mantenga separados para siempre, sin la piel del otro y con el amor matándoles de día y de noche, y amaneciendo, y volviendo a morir. Y se aprietan fuerte para que no quede ningún hueco entre sus cuerpos por el que pueda entrar la distancia, o la ausencia, o el desolador vacío.

Y en eso andan cuando Nairobi se les enreda en los tobillos y tienen que trepar por una acacia para librarse de ella. Arriba, sentados en la plana copa del árbol y con mil ojos felinos acechándoles, contemplan el sol más rojo que jamás han visto en su vida, y el más grande y generoso, capaz de teñir la extensa sabana en una turgencia de colores y de proporciones inmensas… como si la llanura y sus colinas tuvieran la forma de un Titán reposando tras haber soportado él solo todo el peso del mundo.

El mapa físico de la cama es un gran Atlas, compuesto por nervios y afluentes, médulas y cordilleras, cabellos y bosques, erosiones y manos.

Los amantes untan de savia sus lunares más pequeños mientras Varsovia se alivia las heridas con la lluvia que los Cárpatos desechan, y es ahí, en las arrugas norestes de las sábanas, donde los latidos del Titán dormido dejan de ser mitología. Todos lo celebran, los poros se abren y los párpados se cierran. Ahora nadie cuenta que el silencio es huérfano de madre, ni cosas más tristes. Ahora es momento de ensamblar los tactos al perfil de los sexos, porque es ahí donde se encuentra el auténtico dominio, el único secreto, la verdadera magia.

Acoplados uno en el otro, se dejan llevar por las corrientes hasta que Dublín, desatado y sin rumbo, sucumbe a Venecia, se estrella contra las góndolas, arrasa puentes, islas, y provoca un reflujo en el vaivén de los amantes. Ellos, eufóricos, entran en los canales con los ojos brillantes, como si hubieran descubierto una estrella o tuvieran dentro de las pupilas veinte luciérnagas fosforescentes. Allí se les pierde la pista…

Hasta que aparecen, exhaustos, en medio de la Plaza de San Marcos.

Abren los ojos. De repente, les rodean cuatro paredes, el cielo es un techo de escayola, y la voz bulliciosa de Madrid se cuela por debajo de una puerta de color wengué. 



Comentarios

  1. Un viaje realmente interesante, envuelto en frases y a través de las ciudades del mundo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡El mejor viaje para los amantes! Gracias por venir y comentar.

      Eliminar

Publicar un comentario


Licencia de Creative Commons
Todos los relatos publicados en el blog "Un pez en el Vaho" se encuentran bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.