5.

Amanece. En la primera claridad del día habitan todos los sueños. Yo cojo el mío al vuelo –lo he reconocido enseguida, lleva tu nombre– y subo al autobús. Hace tanto frío que los bostezos no quieren salir; si dejo de encogerme y me aprieto contra el asiento, cesa el dolor de cabeza, y si miro por la ventanilla, un cielo licuado de nubes rosas confirma que ha merecido la pena madrugar. En la radio anuncian lluvias, la bajada de temperaturas será significativa. Ya lo es, apunto mientras observo cómo el frío, copiando el arte de la araña, va tejiendo una tela de hielo en los ángulos de la ventana.    
El color rosado del cielo se esfuma, en menos de cinco minutos, todo será gris.

Son cinco minutos, la vida es eterna en cinco minutos.

Camino ligera desde la parada del autobús hasta la fábrica de pantalones. El polígono de hormigón aún contiene restos de la noche, poco a poco se sacude las sombras, las va arrojando al suelo. 
El día se presenta largo, solo pienso en volver a verte antes de que empiece tu turno de noche en la fábrica de harinas. 

La mañana pasa, lenta. Mientras trabajo, pienso en mil cosas. En los puestos de fruta del mercado, en la lámpara rota del baño, en el cura joven que se ha enamorado de la chica que lee el salmo responsorial los domingos, en misa de once. Y en que, esa chica, es mi hermana. Y en que ella le corresponde. Los pensamientos tienen un raro orden de aparición, imagino pasteles de crema y, casi al momento, tengo los pies dentro de un río. Luego, la enfermedad de papá lo nubla todo… pero entonces pienso en ti y todo vuelve a iluminarse. 

Paramos una hora para comer. Afronto la tarde como un gran obstáculo antes de conseguir un premio.

La cadena de pantalones tiene altibajos, ritmos acelerados y paradas. Yo soy el último eslabón, me encargo de coser los bajos. Si a lo largo de todo el engranaje algo va mal, soy la máxima perjudicada. Hoy ha sido uno de esos días llenos de averías y complicaciones, y un montón de pantalones se han acumulado de golpe. Tengo que acabarlos fuera de hora, como siempre. 

Debería estar acostumbrada, pero… coso deprisa mientras maldigo a mi jefe. Con lo que se ahorra en no cotizar por algunas de nosotras, puede que pronto estrene nuevo coche… 
“Venga, eso lo terminas tú en cinco minutos”, sentencia con su voz gangosa, y yo me muerdo la lengua. Gracias a mi sueldo, este mes podremos pagar el alquiler.

La vida es eterna en cinco minutos…

Por fin salgo a la calle, la lluvia en el pelo, el viento de cara lleva esquirlas de escarcha que se estampan contra mi cuerpo. Veo las chimeneas del turno de noche en funcionamiento. Ya voy, ya voy.
En el bolsillo del abrigo permanece mi sueño desde esta mañana. Con tu nombre. Lo agarro fuerte. Voy corriendo.

El invierno ondea en mi bufanda azul.

Dentro de la mano tengo la luz de tus ojos. Nada podrá pararme. No me cambiaría por nadie, ahora, yo soy la mujer más feliz del mundo.
Espérame. Ya llego. No entres aún en la fábrica. 

Todavía nos quedan cinco minutos.


“La sonrisa ancha
la lluvia en el pelo
no importaba nada
ibas a encontrarte con él, 
con él, con él, con él,

con él...”



–Te recuerdo, Amanda–

                                                                                 

                                                   A VÍCTOR JARA




(Invierno en llamas)


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