3.

Paseo. Necesito liberar palabras que aún siguen bloqueadas, rondándome por dentro. Mi cabello se riza al contacto con las gotas de agua que flotan en la calle. Encuentro una ciudad lírica, húmeda, casi de plata. Por ella me encamino como si supiera a dónde ir, decidida a que el aire frío me diga lo que tengo que hacer, si escucharle a él o a las llamaradas de invierno que asolan las azoteas. Blancas, resplandecen con el fulgor ardiente del hielo líquido; las cornisas arengan amenazas como un ejército de lanzas apuntando al cielo. Pero hoy el cielo no tiene ganas de desafíos. Mustio, se ha dejado vencer por una bruma aterciopelada que solo piensa en gris. El débil sol ha cedido al asedio de la niebla, también las sombras desnudas de los abedules. Se podría decir que el frío me conduce hacia un paisaje abatido, parecido al que encierra mi corazón cuando las alegrías perdidas se empeñan en saltar sobre él, y le van hundiendo las heridas sin poder quejarse. 
Las gotas de agua se multiplican con los pasos; mis pies parecen ser el motor de su proliferación, cuanto más camino más gotas nacen en el aire, es difícil explicar su forma, se ensamblan las unas a las otras como un puzle natural que estuviera dibujado de antemano. Van creando una especie de membrana que me impide ver con claridad. Camino y pierdo la referencia del espacio. Es como avanzar hacia una cortina de tul y humo.

Pero he llegado a un lugar que reconozco. Una vez estuve aquí, después nacieron adelfas. Yo había dicho “adiós”. Me había ido. Sí. Me acuerdo. Y después nacieron adelfas con las palabras que respiraron los tallos. Creo que eran suaves. Las adelfas. Las palabras no. Sí, nacieron adelfas con fuego en las puntas y un beso pequeño. Y ahora la niebla y las ramas sin flores me recuerdan que ha pasado el tiempo, y el silencio que tanto oigo me lleva de la mano, me introduce en la bruma, cada vez más espesa.

Estoy completamente mojada. Mi pelo chorrea agua y las botas chapotean como si llevaran charcos pegados a las suelas. Un hombre sin mirada pasea con un perro por un camino paralelo al mío, el perro lleva la mirada del hombre sobre sus orejas, me ladra con una voz de catarata antes de traspasar la cortina de tul y humo. Y luego, un helicóptero teledirigido casi me rebana el cuello. Su dueño, un niño de corta edad, corre tras él… a su paso, yo solo soy una estela de frío que le mancha el anorak rojo. Y las adelfas, dónde estarán, qué contarán, creo que también eran rojas, moteadas de cicatrices… y un beso pequeño.

Las gotas de agua han comenzado a delinear mi cuerpo. Camino, y ellas se adhieren a mis formas; cada vez son más, difuminan mi perfil, la redondez de mis manos, no sé en qué momento me han desaparecido los pies. Esta sensación de invisibilidad no me es ajena, la he notado otras veces en escenarios más reales, y el resultado siempre ha sido un choque frontal contra la indiferencia, un regreso a la nada. Pero ahora es físico. Mi cuerpo se borra entre partículas acuáticas y me pregunto si todo este universo líquido habita solo dentro de mis ojos. Y me planteo seriamente si es que, acaso, yo soy la niebla.


(Invierno en llamas)


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