EL HECHIZO DEL ELEFANTE





  ¿Rascacielos o elefantes? Mi jefe puso sobre la mesa el plan de la revista. Casi todos los reportajes estaban repartidos y a nosotras nos tocaba volar a Nueva York o a la India. Naturalmente yo tenía claro que no iba a volver a ningún país exótico de naturaleza salvaje para que los bichos me acribillasen con sus aguijones y los virus me mantuviesen en el baño toda la semana, así que cuando mi compañera Teresa me miró con ojitos soñadores y seguidamente eligió la carpeta de los elefantes, yo la fulminé con la mirada y empecé a pensar en las vacunas que tendrían que pincharme...

Lo que son las cosas. Ya en el avión empecé a notar mi instinto explorador, las ganas de conocer culturas nuevas, los increíbles paisajes envueltos de misterio, el mundo de contrastes, las tradiciones, los matices de la luz...
Teresa era una prolongación de su cámara fotográfica. Su mirada llevaba incrustaciones panorámicas de claros y sombras, tenía incorporado un objetivo natural con zoom incluido detrás de sus ojos azules. Al llegar al Parque Nacional de Manas, en la región de Assam, al extremo norte de la India, los ojos de mi amiga comenzaron a registrar colores y a enmarcar rincones. Como los animales salvajes que acechan a sus presas, ella se movía sigilosamente en la selva desconocida en busca de la belleza, cazando el segundo mágico.

Mientras, yo me encargaba de las palabras. Debía describir el aire de ese sitio, el vientre de la reserva natural y la vida de los elefantes en libertad. Volcada en esto, no pude intuir siquiera la sorpresa que la India tenía reservada para mí. 

Avistamos a una pequeña manada desde el jeep y pedimos que nos acercasen hasta un sitio seguro para empezar a observarlos. Varios elefantes adultos y sus crías se refrescaban en un lago no muy profundo de la vasta explanada. Teresa se adelantó algo más y yo me quedé escondida tras unos arbustos. De repente, a unos veinte metros detrás de mí, noté algo y me di la vuelta, un elefante me miraba fijamente. Era una hembra porque carecía de colmillos y empezó a caminar hacia donde yo me encontraba. Estuve a punto de salir corriendo, no sé qué fuerza me mantuvo ahí parada. Se acercó tanto a mí que con sólo estirar el brazo pude tocarla. Acaricié su trompa, su piel rugosa, y pude apreciar un brillo especial en sus ojos, como si fuese muy feliz, como si me estuviera sonriendo. Tenía una mancha más oscura en uno de los párpados y eso le daba un aspecto más femenino, subrayaba más que fuera una hembra. Me pareció eterno el tiempo que estuvimos contemplándonos, alrededor no existía nada, mi cabeza alzada obviaba el  cielo, tan sólo percibía a un inmenso animal intentando decirme algo.

–No sé qué quieres, ojalá pudieses hablarme –casi no me salía la voz.

Después de rozar mi cara con su trompa, se dio la vuelta y se alejó despacio hasta perderse en la maleza. Teresa llegó al rato emocionada por el buen reportaje de fotos que había sacado de la manada en el agua. Le conté mi experiencia cuando llegamos al hotel.
Aquella noche empecé a soñar con una mujer hermosa. Su voz dulce me susurró una historia. Las palabras fluyeron de sus labios rosas como notas musicales con textura de algodón. Le pregunté su nombre y entonces desperté... 

Al día siguiente llegamos al Parque Nacional en el tren que salía de la ciudad de Barqueta, donde nos alojábamos. Los turistas, los trabajadores, los periodistas, todos nos adentrábamos en el mundo salvaje por medio del ferrocarril. Al intentar bajarme del vagón, tropecé con un niño de unos diez años. Cayó mi cuaderno de notas y él lo recogió enseguida y me lo entregó. El negro intenso de sus ojos encontró la forma perfecta para brillar dentro de sus párpados almendrados. Se disculpó en su idioma y después en inglés. Las facciones suaves de su cara mostraban una gran educación. Sus gestos eran maduros para la edad que tenía. Llevaba la vestimenta tradicional hindú, un dhoti blanco de algodón que acentuaba su piel morena. Se despidió cortésmente.

–Namaste –pronunció rotundo. Juntó las dos palmas de la mano y las posó sobre su pecho. Un hombre con una trenza atada en la nuca le llamó. ¡Suman!
El niño le siguió y los dos desaparecieron por el andén.

Volvimos a recorrer en jeep las extensas praderas y a conocer más a fondo el santuario de fauna de Manas. Los rinocerontes de un solo cuerno, los jabalíes, los búfalos y algunas aves en peligro de extinción quedaban a ambos lados de nuestro camino, cerca de las orillas del río Manas, disfrutando de esa libertad vigilada en la que se encontraban. Para ver a los tigres nos adentramos en una zona más espesa de bosque bajo. Y de nuevo nos encontramos con los elefantes. Teresa tenía ganas de encontrar un buen ejemplar macho y poner en forma su zoom telescópico. Yo sólo podía pensar en mi elefante. Me pasé el día buscándola, podría reconocerla de los demás, pero no tuve suerte. No apareció ni en manada ni en solitario.

Cayó la tarde y contemplamos ensimismadas el espectacular atardecer que se formó en el cielo de la india. Multitud de colores dominaban el horizonte formando líneas rojizas, anaranjadas, rosas y malvas, creando brillos, sombras y resplandores.

Un destello me hizo mirar hacia el otro lado de la colina en la que nos encontrábamos. Vi a un niño corriendo ladera abajo con un libro en las manos. Le dije a mi compañera que volvía enseguida y fui tras él con sigilo e intentando no perderme. Aligeré el paso para acercarme más y entonces lo reconocí claramente. Era el muchacho del tren, el que conocí esa mañana. Pasamos un arroyo y llegamos a una pequeña llanura solitaria rodeada de árboles. Yo permanecí escondida a cierta distancia. El niño se sentó en el suelo y abrió el libro. Empezaba a oscurecer y los últimos rayos convirtieron la arena rojiza en polvo de oro. Acudiendo a la llamada de lo increíble, un elefante salió de entre los árboles y se acercó hasta donde estaba Suman. Cuando estuvo frente a él, dobló sus extremidades delanteras, después bajo las traseras y se tumbo en el suelo, a la altura del niño. Pude verle mejor. La mirada afeminada, la mancha en el ojo...

Suman empezó a leer el libro. Era un idioma desconocido. No lo reconocía, parecía un dialecto antiguo del árabe. El animal permanecía atento, como si le entendiese.
Muy cerca de mí escuché el disparo de una foto. Teresa había estado allí todo el tiempo. Se acercó un poco más y me dijo:
–¡Fascinante! No podía perderme esto. ¡Todo está aquí adentro! –y agitó de forma vehemente la cámara de fotos. Después se acordó de la civilización. No quería pasar la noche en ese lugar–. Los últimos coches ya salen para la estación. Date prisa en volver, te espero en el camino –y guiñándome un ojo, se fue de puntillas.
Me quedé tomando unas notas y alargando la tarde al máximo. Nunca más volvería a encontrarme con algo así, en plena naturaleza. A quien correspondiera, gracias por esto. Volví sobre mis pasos y me giré para mirar por última vez. Pero ya no quedaba ni rastro del elefante ni del niño. En su lugar, un hombre y una mujer caminaban hacia los árboles cogidos de la mano. Observé mejor. Algo en ella me resultaba familiar...

¡¡Era la mujer que me había visitado en sueños la noche anterior!!
Las sombras devoraban la tarde. Antes de perderse en la oscuridad del bosque, el hombre la miró y pronunció su nombre:

“Sherezade”


Desde entonces sueño con ella todas las noches. Lo irreal suele aparecer súbitamente en los momentos más auténticos. Una reina árabe puede esconderse tras la grandeza y la nobleza de un elefante y deshacer el hechizo frente a un niño convertido en sultán. Esa tarde le arañé unos segundos al tiempo y traspasé la barrera de lo inexplicable.

Volvimos de nuestro viaje y conseguimos la portada del mes en la revista. Un niño y un elefante compartiendo la lectura de un libro era lo bastante impactante y sorprendente para tal mérito. Lo que pasó después me pertenece sólo a mí, y no lo contaré a nadie.

Anoche volví a soñar con Sherezade. Me cuenta historias inéditas sobre la antigua Persia, fábulas y cuentos no conocidos. Yo las escribo durante el día. Formamos un buen equipo, y quien sabe, ¡tal vez se esté forjando la segunda parte de las mil y una noches!

          

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