ESPERANDO EL TREN




  Cuento maletas rojas sentada en un incómodo banco de metal de la estación. Están por todas partes, debe ser el color de moda este año o tal vez es que hay demasiadas personas emocionalmente afectadas. Lo digo porque una vez alguien me contó que las maletas rojas transportan sentimientos. Van clasificados por orden alfabético y se pasean ocultos por la terminal mientras sus dueños compran la prensa o se toman un café.

Esta mañana avisé demasiado pronto al taxi pensando que llegaba tarde y en mi despiste no cogí ningún libro para leer, ni regué las plantas, y hasta olvidé mis ganas de viajar en algún rincón de la casa. Así que aquí estoy, esperando el tren porque me equivoqué de hora mientras veo gente entrar y salir de la concurrida estación.
Una multitud de pasajeros emerge por la escalera mecánica que sube desde el andén. La mayoría van bien abrigados, son los viajeros del tren que acaba de efectuar su llegada procedente de Burgos. Pasan en tropel por delante de mí y me fijo en un hombre de mediana edad, va impecablemente vestido con un abrigo largo de paño negro y amplias solapas que dejan ver una corbata de topos verdes combinados muy bien con el traje gris marengo. Su pelo engominado hacía atrás y el ordenador portátil que lleva asido a su mano derecha le dan un aire de directivo de una gran empresa, sin embargo su calzado me despista por completo. Lleva unas botas de piel de serpiente con la punta afiladísima que taconean por el suelo brillante de la estación. Tiene un caminar elegante y saltarín, una mezcla de dandy y rock and roll que llama la atención, y arrastra con la mano izquierda una pequeña maleta roja. Busca a alguien. Se acerca a la salida y se abren de golpe las enormes puertas correderas, echa un vistazo afuera y mira el reloj insistentemente. Decide entrar de nuevo y esperar sentado en un banco cercano al mío. Al quitarse el abrigo, veo en él un perfil distinto relacionado con su profesión, podría ser un representante de artistas o un abogado de políticos, no lo tengo muy claro. Desde aquí puedo verle mejor la cara, una estudiada barba de tres días me presenta al ejecutivo roquero que lleva dentro, la forma que tiene de mover la cabeza mientras observa a la gente, los brazos caídos por detrás del banco, varios anillos metálicos en los dedos y su manera de cruzar las piernas agitando la puntiaguda bota por el aire me dan pistas sobre lo que guarda en la maleta. Las notas musicales de una guitarra eléctrica permanecen inéditas entre las camisas de algodón, y una frustración adolescente se esconde por el fondo del neceser.

De repente, la voz de una mujer bastante gruesa resuena potente y aguda desde la cafetería. Está comiendo un bocadillo de calamares mientras habla por teléfono. Tiene pinta de cantante de ópera con esa voz de soprano; los largos pendientes de lágrimas brillantes cayendo en cascada y un fular blanco de seda derramándose por los hombros le aportan un aire de solemnidad. Lleva pegadísimo al cuerpo un vestido azul de punto que marca sus evidentes michelines sin complejos.
Manifiesta un enfado monumental, casi está gritando y dice cosas como “¡La culpa es tuya por no haberlo cerrado!” “¿Has llamado a la policía?” o “¿Y ahora en qué vas a venir a recogerme?”, todo esto pronunciado con altas dosis de teatralidad. Deduzco que a alguien le han robado el coche y ahora nadie puede ir a buscarla. Cuelga el teléfono indignada y se aferra al bocadillo, devorándolo en un santiamén. Hay una maleta roja a su lado con forma acolchada, y brilla como el charol. Parece una “diva” venida a menos y entrada en años, una mujer que nunca ha conseguido ser lo que quiere aparentar y en su afán por ocultar esa mediocridad se pinta demasiado los ojos y usa llamativas uñas postizas. Pero también la veo una luchadora, alguien así no se rinde nunca y planta cara a la adversidad. Por eso se levanta y agarra su equipaje en dirección a la salida. Pasa por delante del ejecutivo roquero y durante un instante se cruzan las miradas. La de ella resulta sugerente, la de él se muestra esquiva y se escurre rápidamente mientras disimula contándose los topos verdes de su corbata.
La cantante de ópera sale por la puerta de la estación cargando una pesada maleta roja a rebosar de desencantos, amores, tristezas y esperanzas, todos ellos adornados con los colores de sus vestidos y siempre ordenados por orden alfabético.

La espera está siendo tan animada que me alegro de no haber traído ningún libro para distraerme. Continúo acechando maletas rojas y encuentro una en el quiosco de prensa, cerca de la sección de las revistas de deportes. Su dueño es una sombra que me ha costado ver y sólo la cara, pálida como un ánima en pena, destaca del resto de su persona. El chico tendrá unos veinte años y posee una estética bastante peculiar. Una levita de cuero negro, pantalones del mismo color con botones plateados en las costuras y botas militares repletas de hebillas grises componen su indumentaria. El pelo lacio y peinado con la raya en medio le cae por la cara potenciando aún más su extrema palidez. Compra una revista y prosigue su camino por el pasillo de la estación, levitando como un vampiro y reivindicando la belleza de la nostalgia desde su mirada lánguida. Viene hacía mí y ocupa el asiento libre que queda a mi lado. Su maleta es un bolso rojo de tela con muchas cremalleras y recovecos. En alguno de ellos mantendrá guardada una infancia solitaria colmada de rechazos, tal vez sean la consecuencia de esa tristeza con la que mira al mundo. Se dispone a leer un libro de Charlotte Brontë, y puedo llegar a distinguir el sonido fúnebre que emana de los auriculares incrustados en sus oídos.
Antes de empezar a deprimirme anuncian por megafonía la salida de mi tren por la vía dos. Me dirijo hacía allí dejando atrás al vampiro envuelto en su deliberada oscuridad. Paso muy cerca del ejecutivo roquero que aún sigue esperando y mi mirada curiosa se fija en sus ojos. El me devuelve una mirada intensa, como una balada de los “Scorpions”, y mientras bajo por las escaleras mecánicas hasta el andén voy tarareando la melodía.

El andén. Para mí es el lugar más triste del mundo. Está impregnado de despedidas perennes que condensan el aire de melancolía y espesan el ambiente. Recorro rápido el trayecto y subo al tren. Busco mi asiento y me pongo cómoda. Al poco tiempo se sienta a mi lado un chico guapísimo con una maleta roja. Creo que al final va a resultar interesante el viaje, unos efluvios cálidos se desprenden de su equipaje. Espero que tenga sentimientos cariñosísimos que ofrecerme porque no me quedan muchos más trenes que esperar.

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