JONÁS Y
MARINA
La noche anterior al naufragio se
celebraba en un pequeño pueblo de la costa gallega la verbena del fin del
verano. Los pescadores intentaban distraerse buscando fiesta antes de salir a
faenar y retrasaban al máximo las despedidas. Bajo las cintas de colores se
llevaba a cabo el baile de música popular y en la explanada de la feria se
extendían los puestos de abalorios y de almendras garrapiñadas. Jonás y sus
compañeros se divertían antes de partir mar adentro y aprovechaban sus últimas
horas en tierra firme bebiendo cerveza y espantando las penas.
Pero
aquella noche había en el ambiente una alegría sin gracia y con cara de payaso
triste.
Jonás
era un pescador de treinta años, muy alto, rubio y de manos finas. Siempre
quiso viajar al interior del país para poder estudiar, pero la necesidad
mandaba y un día su padre le dio a elegir; “Jonás, tienes dos opciones, el mar
o la mar”, y así se zanjó el asunto. Escogió la mar porque sonaba más poético y
tuvo que decir adiós a sus ganas de progresar, de cumplir sueños, de alcanzar
metas.
Era
un tipo dócil y bonachón, generoso con sus amigos y muy introvertido. Había
creado su propio mundo y en él habitaba su diosa, Marina. Sabía que ella estaba
hecha de pedazos de mar, que poseía un alma líquida que se le iba derramando...
Cuando
la tenía cerca notaba una brisa húmeda y su piel comenzaba a empaparse.
Ahora,
en el centro de la explanada, Jonás sintió la misma brisa y vio a Marina pasar
muy cerca, mezclada entre el bullicio de la gente. Quiso hablarle, pero su voz
se ahogó en el mismo mar de inseguridades de siempre. Se conformaba con el
secreto que vieron sus ojos la tarde que la siguió hasta los vestuarios de la
fábrica de conservas donde trabajaba. A través de la ranura de la puerta pudo
ver su cuerpo de mar. Y descubrió las vértebras de conchas en la playa de su
espalda, las dos dunas de agua sobre su piel lisa como la arena mojada, la
cintura de algas y las venas de coral.
En
un escenario improvisado, los pescadores se lanzaron a contar historias de mar.
Las había de todo tipo; de sueños, de tesoros, de una mujer en cada puerto...
El
vino y la cerveza incitaban a la oratoria. Rafael, el mejor amigo de Jonás, se
acordó de la historia que un viejo curandero les relató cuando eran niños,
bebió otro trago de vino y comenzó a narrar:
“Ocurrió que en
los últimos días de la tierra, un cielo cansado se olvidó de aparecer. Las
estrellas escalaron con sus picos los abultados cimientos del aire y algunas
desaparecieron cayendo en su imposible vuelo. Quedó la luna colgando de la
nada, pudorosa y ofendida, tapando su involuntario desnudo con el velo oscuro
de la cólera. La luna blanca se tornó negra y amenazó con ser intransigente en
la noche, cerrando los ojos de los marineros, robando la plata brillante y el
surgir de la espuma, imponiéndose a la marea. El mar tembló con sus enormes
piernas acuáticas, se le despegaron las agallas, y dejó de respirar”.
Cuando
Rafael terminó, dejó petrificados a quienes le habían escuchado. Hasta la
música se paro un instante. Después, como si el viento se hubiera llevado de
repente las palabras, todo volvió a la normalidad y la verbena continuó
haciendo sonar su jolgorio. Pero Jonás sintió un pálpito, tuvo la necesidad de
contarle a Marina lo que sentía por ella, de escapar un instante de su mundo
interior y pisar la realidad. Toda su vida había sido un infeliz, una especie
de perdedor resignado. Y ahora notaba el vértigo de no volver a verla nunca
más. Por eso, antes de irse, tenía que hablar con ella.
La
encontró hablando con otras mujeres, sentada en un banco oxidado por el
salitre. Otra vez la brisa húmeda y la piel mojada al ir acercándose. Ella lo
vio venir con su andar desgarbado, los pies grandes, aún más los zapatos. Y su
voz como en un susurro, llamándola:
“Marina...”
–¡Jonás!
–contestó sorprendida. Nunca se había dirigido a ella nombrándola directamente. Cuando los dos estuvieron frente a
frente, él se quedó paralizado con las manos metidas en los bolsillos del
pantalón, sin saber muy bien qué hacer... y comenzó a hablar:
“Mañana
me voy, serán tres meses y venía a despedirme”, las palabras, tímidas,
titubeaban en su boca, “Bu-bueno, la verbena está muy animada”, hablaba sin
mirarla, pero en realidad deseaba con todas sus fuerzas acariciar la arena fina
de su espalda, “pues en unas horas sale el barco y...”, casi ni respiraba, solo
podía recordar su cuerpo desnudo... y entonces, un estremecimiento
incontrolable le hizo reaccionar. Allí parado, se atrevió a mirarla a los ojos,
de una forma tan profunda que comenzó a nadar en ellos, por primera vez no se
ahogaba al verlos; nadó hacia ella y abrazó su cintura de algas, buscó la
humedad de sus labios y bebió de ellos. Y buceó en ese beso como cuando se
tiraba al mar desde las rocas.
Aquella
noche, Jonás amó a Marina al vaivén de las olas, y creyó abarcar con sus brazos
la inmensidad del agua.
El
barco zarpó a la mañana siguiente rumbo a las costas irlandesas, y en el puerto
quedó un silencio tan grande que asustaba. Ya en alta mar, Jonás miraba al
horizonte desde la popa. El mar estaba agitado y algunas olas se elevaban
formando crestas y lanzando espuma. Al llegar la noche se incrementó la fuerza
del oleaje y el pesquero comenzó a balancearse sin control. A partir de ahí se
desencadenó la tormenta que hasta entonces nadie había previsto y la enorme
potencia del viento levantó las aguas más allá de lo visible para dejarlas caer
despiadadamente sobre la cubierta del diminuto barco. El cielo parecía un
gigante enfurecido que asustaba a las estrellas, y la luna, como en la historia
que contó Rafael, robaba la plata brillante y cegaba los ojos de los
pescadores. El barco entró en un remolino y quedó a merced del mar, que lo
manejaba a su antojo demostrando su poder y su fuerza. En un último zarpazo la
embarcación se partió en dos y comenzó a hundirse.
Cuando el mar se tragó a
Jonás, Marina sintió en su cuerpo el reflujo de la marea.
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