TÍMIDA INGENUIDAD






  
  Soy tímido, enfermizamente tímido. Lo peor es que no tengo remedio y así me va en la vida. Ya me lo decía mi madre poniendo los brazos en jarras: “chico, o espabilas o te vas a llevar más de un desengaño”, pero yo no podía dejar de ser un niño medroso al que le daba vergüenza hablar. Mi infancia transcurría feliz mientras pasaba desapercibido, pero cuando llegaban los momentos incómodos como tener que leer en público o participar en las funciones de teatro del colegio, la cosa cambiaba. Recuerdo un fin de curso en el que me disfrazaron de flor, con unos pétalos rosas alrededor de la cabeza, y tuve que salir al escenario. ¡No he hecho más el ridículo en mi vida!

Pero los días que teníamos en casa la visita de mi tío Anselmo eran especialmente duros. Llegaba hablando en voz muy alta, como si tuviera el botón del volumen al máximo y después de comer me miraba fijamente y casi gritaba a mi madre:

–Flora, ¡hay que ver qué poca sangre tiene tu hijo, yo no sé a quién ha salido, trae a ver si lo meto en vereda!

A continuación me cogía como a un muñeco y me sentaba en sus rodillas. Yo observaba su frente amplia y sus dientes torcidos mientras me contaba las batallitas de cuando era niño.
Me hablaba de cómo llenaba los hormigueros de agua hasta que las hormigas salían buceando, de las trampas que ponía en los nidos de los pájaros y de la maña que se daba para cortarle la cola a las lagartijas. Después me explicaba con qué destreza levantaba las faldas a las chicas y en este punto se animaba y terminaba contándome chistes verdes.
–¡Hala sobrino! –exclamaba con tono socarrón– ¡Qué colorado te has puesto! –y soltaba esa sonora carcajada que me taladraba los oídos. En ese momento deseaba salir corriendo para esconderme en algún lugar de mi habitación.

Ahora ya voy a la universidad. Pero la cosa no ha cambiado mucho. Cuando me sacan los colores sigo queriendo que me trague la tierra. He mejorado algo, pero aún soy muy reservado e introvertido. Mi amigo Alberto lo sabe y por eso tira de mí cada sábado por la noche para llevarme a la discoteca. Sólo permanecemos juntos hasta que llegamos a la barra. Después la naturaleza de cada uno se encarga de dispersarnos. Yo me escabullo con disimulo por la zona oscura y discreta de la barra y allí me quedo, intentando que parezca que me gusta la música y rezando para que nadie recaiga en mi presencia. Alberto, al contrario, se va al centro de la pista de baile y se pone a vacilar con unos pasos de baile que le enseñó una profesora de música “dance”. Cuando ya tiene a alguna chica rendida a sus pies, desaparece y no vuelvo a verlo en toda la noche. Yo permanezco en mi sitio con el vaso bien sujeto hasta que intuyo la mirada de alguna chica entre las luces de neón. El juego de la seducción no está hecho para mí, así que, termino mi consumición y salgo casi huyendo de la discoteca, dejando atrás el “techno-house” y su intensa efervescencia.

Los domingos son completamente míos. Paso el día metido en mi habitación, lejos de la gente y a salvo de mi timidez. En la intimidad los sueños se hacen grandes y hasta posibles de cumplir. Soy un gran triunfador y no temo a nada. Vuelo por el aire disfrazado de mota de polvo y me cuelo por las rendijas de la vida recogiendo de sus bordes la esencia del valor. Me convierto en un gigante capaz de comerse el mundo. Sólo en este estado me atrevo a escribirle poemas a Claudia.

  Claudia. Camina por los pasillos de la facultad y al pasar a mi lado su imagen se ralentiza como en las películas. La bordea un halo brillante que las demás no tienen. Todos los lunes, al empezar las clases, le espera un poema anónimo en su pupitre. Yo la observo desde mi asiento y veo cómo le cambia la cara mientras lo lee. La leve sonrisa que disimula mientras el profesor da la clase me hace sentir muy feliz. Ella no sabe que soy yo quien escribe esas palabras, y durante un momento me agrada sentir que soy el culpable de su alegría. Hago esto porque no encuentro otra forma de decirle lo que siento por ella. Tan sólo Alberto conoce mi secreto. Dice que he nacido en una época que no me corresponde, que eso ya no se lleva y que estoy en peligro de extinción. Mi tío Anselmo sería mucho más contundente, diría algo así: “¡Nene, qué soso eres, ven que te diga cómo hay que ligarse a una chica!”, y probablemente estaría de lo más sutil. Yo prefiero pensar que a base de versos mi timidez terminará diluyéndose en los ojos de Claudia.

Pero este lunes todo es diferente. Ella ha leído el poema y se lo ha llevado al corazón. Creo que se ha emocionado, y lo más increíble, ha empezado a mirarme. No sé que pasa, a lo mejor me ha descubierto. Por si acaso, disimulo como sea tomando notas e interesándome por la lección. La clase acaba y Claudia viene hacia mí bastante decidida y con el poema en la mano. ¡Qué voy a hacer ahora!, me gustaría transformarme en ese gigante que soy en la soledad de mi habitación, pero mientras se va acercando me voy volviendo más y más pequeño. Por fin su dulce voz me habla:

–Hola, qué tal, ¿me harías un favor? –yo no puedo contestarle, me ha desaparecido la voz– verás, sé que eres amigo de Alberto... ¿puedes decirle que con el poema de hoy se ha superado y que le espero esta tarde a las siete en el mismo sitio de siempre? Te lo agradecería...

Yo afirmo con la cabeza sin poder articular palabra.

Y la veo alejarse con mi poema en la mano mientras me escondo entre los libros, ocultando la cara de bobo que se me ha quedado.

Comentarios


Licencia de Creative Commons
Todos los relatos publicados en el blog "Un pez en el Vaho" se encuentran bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.