TRÉBOLES
(Pintura de Diego Salado)
La nieve cae silenciosamente formando
dibujos geométricos en el aire. Despacio, va transformando la ciudad en una
gigantesca sábana blanca que cubre lo ordinario y lo invisible, los edificios
muertos y la naturaleza viva. Los coches atraviesan un frío que cristaliza la
luz, y dejan surcos en la carretera blanca. Yo tengo que apañármelas como puedo
para caminar por las aceras de hielo transportando el carro de correos sin que
la mercancía sufra daños, pero no lo consigo, casi todas las cartas están
humedecidas, onduladas y con los picos doblados.
Este frío que
atenaza, que entumece los huesos, habita en mí desde que tú te fuiste. Mi cuerpo
es invernal todos los días y permanece cubierto de escarcha. Este maldito frío
desolador me va sustituyendo el corazón, arremete contra mi existencia, consume
mi alegría. Pero aún sobrevivo recordando tu sonrisa. Y arropo mi soledad con
tu voz de ángel...
“¡Mira la fotografía papá!”, me pides, y yo la miro y te
veo corriendo detrás de la cometa que tanto te gustaba, aquel diecinueve de
mayo, el día de tu cumpleaños.
Soy el
cartero que trabaja hasta en los días más difíciles; reparto cartas de bancos,
certificados varios, facturas de todo tipo. Se ha perdido por completo el uso
de escribir cartas a mano, sólo he contado cuatro o cinco y las he guardado
aparte como si fueran artículos de valor. Una de ellas va dirigida a una
conserjería, pero en la dirección únicamente aparece un sello con un trébol
dibujado, sin más datos. Otra de las cartas lleva las señas escritas con
rotulador verde, y pertenece a la hermana de doña Paquita, que todas las
semanas recibe noticias suyas. Subo al cuarto piso sin ascensor y se la entrego
en mano porque ella está ya muy mayor para bajar, me lo agradece y me invita a
pasar:
“Tómate un
café caliente hijo, que te vas a enfermar así como vas, todo empapado...” y yo
le contesto que no me puedo entretener, “no se preocupe doña Paquita, yo ya soy
un témpano de hielo”, y continúo el camino diligente para no pensar en otras cosas.
Si estuvieras
aquí andarías jugando a tirar bolas de nieve como hacen esos niños que se
divierten en la calle. Mientras te imagino entre ellos llamo a otra puerta para
entregar una carta certificada. Me atiende una mujer joven con el pelo
alborotado y ojos de sueño. Noto cómo se escapa de la vivienda el ajetreo de la
hora punta, el olor a café recién hecho, el marido al fondo tendiendo la ropa
en una terraza cubierta, los niños terminando de desayunar en la cocina... y un
mantel en la mesa con dibujos de tréboles como los de la baraja francesa.
En casa, a la
hora punta, sólo hay soledad. Aparezco yo en la cocina y recaliento el café en
el microondas. Tú ya no estás, ya no tengo que vestirte, ni que peinarte, ya no
suenan tus risas en la casa. Silencio. Y tu madre tampoco se encuentra allí, me
abandonó para no morirse de tristeza, o al menos esa fue la excusa que dio. Tú
creabas la luz blanca que nos alumbraba las mañanas y sin embargo ahora la
tiniebla se cuela por debajo de la puerta. Advierto tu silla vacía y entonces
llega el dolor. Ese dolor que a veces es negro y afilado y que me atraviesa el
corazón hasta hacerme encoger. Salgo deprisa de la casa y llego el primero al
trabajo. Desde que tú no estás siempre es así.
“¡Mira la
fotografía papá!”, y yo la miro y veo tus últimos momentos de vida, el
diecinueve de mayo, tu cumpleaños.
Entro en la
peluquería de la esquina con un sobre grande y transparente que contiene
catálogos de nuevos peinados. La dueña me responde con una sonrisa. Es rubia y
muy guapa, se parece a tu madre, y lleva una horquilla en el pelo con forma de
trébol.
“Lleva
cuidado cartero, ¡no vayas a resbalar por el hielo!”, me advierte con soltura.
Y vuelvo a la acera peligrosa con mi carro de correos. Más cartas de bancos y
más bloques de pisos. La gran sábana de nieve se mantiene impoluta cubriendo
los colores y las formas. Paso frente a una cafetería. Sentada cerca de la ventana encuentro a una mujer leyendo el periódico.
Me acerco con disimulo para echar un vistazo a los titulares y observo que casi
todo lo que viene en portada son malas noticias, una guerra por aquí, un
asesinato por allá, la corrupción política y una cifra histórica de parados en
el país. También se anuncia en una esquina del periódico una compañía de
seguros llamada “El As De Trébol”, qué curioso, esta mañana el mundo parece
haberse puesto de acuerdo en hacerme recordar aquel fatídico día, el diecinueve
de mayo.
¡Tu
cumpleaños!
Yo jugaba una
partida de cartas con mis amigos y tú hacías volar la cometa que te acababa de
regalar. Siempre se me dieron bien los juegos de azar. Quería impresionarlos.
Me concentré tanto en la partida que dejé de vigilarte, de cuidarte, me olvidé
de ti; lo demás no importaba, porque estaba a punto de ganar, tan sólo me
faltaba un as y habría dejado a todos boquiabiertos, te descuidé porque
necesitaba conseguir esa maldita carta que tanto ansiaba.
Entonces, tú cruzaste la calle y... en el momento en que todo ocurrió... yo tenía el as de
trébol en mis manos... mientras tu cuerpo caía inerte al suelo.
Camino
deprisa y patino en la nieve. Casi no noto el golpe porque el frío choca contra
mis huesos y rebota, frío contra frío repele o tal vez anestesia... ¡qué sé yo!
Esta nueva
acera resulta más transitable, hay varios edificios estatales y unos operarios
del ayuntamiento han retirado la nieve y están echando sal. Diviso a lo lejos
la antigua escuela y en el escudo de la fachada distingo un trébol dibujado.
¡Vaya por Dios!
Llego hasta
ella y me asomo por las ventanas. El edificio está cerrado y las aulas se
encuentran vacías y abandonadas. Los pupitres, las sillas, la pizarra, todo
parece tener una fina capa de vejez y relente, como la escarcha que yo llevo
encima habitualmente. La verja no tiene puertas, pero hay grandes huecos por
los que se puede entrar libremente. El patio del colegio se encuentra teñido de
blanco y se intuye un tremendo silencio donde antes había algarabía y jaleo.
Cerca de las pistas de baloncesto localizo la conserjería, una pequeña vivienda
que aún está habitada, alguien descorre la cortina de la ventana dejándose ver
y después sale en mi busca. Es un hombre mayor y bastante desaliñado,
probablemente viva sólo. Sus rasgos se asemejan a los míos. Se han cruzado
nuestras miradas de cristal, han rebotado en la nieve...
–¿Trae usted
carta para mí? –me pregunta asombrado. Yo saco del lugar donde guardo las
mercancías de valor la carta que tiene el sello de trébol y se la entrego
convencido de que va dirigida a él. La abre rápidamente y empieza a leerla
delante de mí, tan emocionado que apenas le sale la voz.
–¡Es de mi
hijo, al fin, de mi hijo! –me estrecha la mano agradecido y vuelve contento a
la casa, sin apartar la vista de la carta. La escarcha de su pelo se derrite.
Se cierra la
puerta. Ni siquiera me he despedido.
La nevada
arrecia. Aligero el paso y voy diligente, para no pensar en otras cosas. Los
copos de nieve cambian su forma y caen sigilosamente.
“¡Mira la
fotografía papá!”
Y yo la miro
y te veo corriendo lleno de vida detrás de la cometa que vuela entre los
tréboles de nieve.
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