EN LA PLAZA DE SANTA ANA







   Leche merengada con pedacitos de sol de enero. Palabras azules por el aire de los labios y un adiós dulce, como un dolor de azúcar. Al recordarlo ahora hasta me parece pintoresco.

Aún creía que Marcelo era el amor de mi vida cuando me llamó para quedar después de comer en la plaza de Santa Ana. Su voz me habló en un tono distinto, hacía días que notaba frialdad en su comportamiento. Sabía que algo no iba bien.
Era el último domingo de enero, un día soleado y vestido de miel que había permitido llenar las terrazas, toda la gente se comportaba como auténticos girasoles, buscando el sol y mirando hacia el mismo lugar. La estatua de Calderón de la Barca presidía la gran fachada del antiguo hotel Reina Victoria y me detuve a observar su mármol blanco cubierto de años, quería perder tiempo intentando frenar lo inevitable, pero la mirada serena del escritor me hizo aceptar mi destino. Me encaminé hacia la terraza de la cafetería donde estaba sentado Marcelo. ¡Dios mío, qué iba a hacer sin él!

–Hola, ¡dichosos los ojos! ¿Qué buen día hace, verdad? –le pregunté sonriendo.
–Hola, sí, ya echaba de menos este sol.

No se levantó a besarme y tuve que acercarme yo. Nuestro beso se perdió antes de rozarnos y un camarero vino a atenderme justo cuando cruzábamos las miradas.  
–Una leche merengada por favor –le pedí casi sin pensar. Y volví a los ojos de Marcelo.
Definitivamente sí, tenía algo que contarme. Pero yo no quería escucharle.

–Siento mucho no haber podido verte antes, pero es que esta semana he estado bastante liado en el bufete con un caso muy complicado sobre una herencia familiar...
–Ya... el bufete.
–Pues sí... y tú ¿cómo lo llevas?
–No tan atareada como tú, he estado buscando trabajo, pero no ha salido nada.
–Bueno, ya encontrarás algo, no desesperes –Marcelo no me miraba mientras hablaba y un secreto asomaba por sus labios. Era demasiado evidente pero yo no lo quería ver y empecé a revolver mi bolso buscando algo y a comportarme como si no me enterara de nada– ¿Qué buscas? –preguntó.
–Las gafas de sol –cuando la luz me da de lleno en los ojos tiendo a ver los contornos de las cosas de color azul–. ¡Vaya, no me las he traído! Qué fastidio. Nada, que no están...

Miré alrededor. Efectivamente, todo parecía tener un halo azulado; los cabellos rubios, los cordones de las zapatillas, los troncos de los árboles... y observándolo todo me fijé en la estatua de Federico García Lorca que miraba hacía el Teatro Clásico con una alondra entre las manos. Solamente yo podía ver las arrugas azules de su traje de bronce y la línea recta que lo separaba de la estatua de Calderón de la Barca, al otro lado de la plaza.

–¿Qué piensas? –me preguntó la voz de Marcelo.
–Nada... se está muy bien aquí –intentaba abstraerme pero él me cogió la mano.
–Verás... creo que es el momento de... necesito contarte algo.
–¡Qué sorpresa! –ironicé.
–Tenemos que hablar –pronunció rotundo–. Es un hecho que estamos algo distanciados y no discuto que sea por mi culpa –el camarero trajo en ese momento la leche merengada y di mi primer sorbito dulce de ruptura en ciernes–, hay algo en mí que... no lo tengo claro, no es por ti, ni mucho menos...
–Ya, ahora vienes con el rollo ese de echarte la culpa y tenerme compasión –dije de carrerilla, empezaba a ponerme nerviosa.
–No voy por ahí, pero tienes que reconocer que las cosas entre nosotros no fluyen, están estancadas y creo que...
–¿Qué? ¿Que somos muy diferentes? –le corté–, sabes que te lo dije. Que no iba a poder seguir tu ritmo, que no me gusta tu entorno, tus fiestas, tu mundo esnob. Supongo que no pegamos nada. Tú eres un brillante abogado y yo...
–Eso no tiene nada que ver, de verdad. Estos seis meses he sido muy feliz contigo y...

Marcelo sacó su vena filosófica y comenzó a soltarme un sermón bastante patético. Mientras hablaba, yo me imaginaba a Lorca dándose la vuelta y bajando de su pedestal para ir caminando sobre la línea recta que llevaba hasta la otra estatua de la plaza, Don Pedro Calderón de la Barca, el gran dramaturgo del siglo de oro. ¿De qué hablarían? Lo que daría por escucharlos. Trescientos años dan para mucho.

–...y he aprendido mucho de ti, eres una gran persona –Marcelo terminó con el discurso que traía aprendido de casa.
–¿Adónde quieres llegar? –pregunté. Total, me iba a dejar de todos modos.
–Estoy tratando de explicarte que... que tal vez es mejor que terminemos nuestra relación, aunque para nada me gustaría perder tu amistad, yo no quiero hacerte daño...

En ese momento, Lorca giró su cabeza hacía mí y Leonard Cohen comenzó a cantar el “Pequeño Vals Vienés” dentro de mi cabeza.

–...no es nada que tenga que ver contigo, de verdad, no es nada, tan sólo que ahora no quiero tener una relación seria, necesito centrarme en mi trabajo –Marcelo mentía muy mal, de nuevo apartaba los ojos mientras hablaba.
–¡Estás con otra! –le espeté, aún con ese vals metido en mis oídos, una inapropiada canción que no venía al caso y que no aplacaba mi enojo.
–Tranquilízate, no levantes la voz. La verdad es que yo...
–Realmente nunca me has querido...
–Déjalo, es mejor así.
–Marcelo, acabemos con esto, dime de una vez qué pasa –le pedí de forma más serena, estando completamente segura de que no quería escucharlo.
–Bien, te lo diré. Tú has insistido. No quería hacerte daño. Hay otra persona –las palabras azules brotaron de sus labios y yo tomé otro sorbo de dulce dolor–, surgió sin querer pero poco a poco ha ido tomando más fuerza...
–¡Lo sabía!, será alguna de esas abogadas del bufete, o a lo mejor has picado más alto... “Señoría”.
–No, no...
–¡Oh! sí, sí... en tu interesante mundo yo no encajo –insistía sin saber muy bien lo que estaba diciendo, mis palabras surgían impotentes y vulgares, mi amor propio se resentía–, pero, cuenta, ¿cómo es tu nueva adquisición?, hablará cinco idiomas, por lo menos... ¿medidas de vértigo, rubia natural? –ya no podía caer más bajo en mis argumentos, hasta que Marcelo explotó:

–¡Basta ya! ¡¡Me he enamorado de un hombre!!

La alondra de Lorca alzó su vuelo de perla y bruma y se posó en uno de los balcones del Teatro Clásico Español. Las dos estatuas se habían encontrado en el punto medio de la línea recta. En mitad de la plaza.

“¡Ay, ay, ay, ay! Toma este vals con la boca cerrada” me cantaba Cohen mientras un dolor de azúcar arañaba mi pecho. Antes de irse, Marcelo coló su adiós azul dentro de mi leche merengada y yo me la bebí enterita, deseando que lo ocurrido hubiese sido una ilusión; al fin y al cabo, toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

Comentarios

  1. Buen relato, con la fantasía habitual, la realidad que nos envuelve y un entorno fascinante.

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    1. Carmen, gracias por venir, me alegro mucho.
      ...y Lorca y Calderón de la Barca bailaron un vals en mitad de la plaza...

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