LOS CUATRO ELEMENTOS
Marcos descubrió a la Soledad trepando por las cortinas del salón de su casa como si de una
enredadera loca se tratara. Fue entonces cuando sintió la casa más grande que
nunca. Los vacíos seguían siendo los mismos, pero las dimensiones habían
aumentado. Era tan palpable la ausencia del padre y de la madre que los
espacios antes ocupados se fueron convirtiendo en desiertos disfrazados de
plantas de jardín. Un día, Marcos durmió doce horas seguidas, hizo una pequeña
maleta y salió de la casa con la intención de no regresar. Al cerrar la puerta
de la calle, escuchó el leve murmullo de los cuadros y las sillas. “Pobres
–pensó–, pronto se cubrirán de una distante maleza gris”, y con su maleta en la
mano, caminó y caminó hasta escaparse de la ciudad.
Paró
sus pies en un pequeño pueblo del interior del país, donde la tierra era roja y
fértil. Le gustaba el tacto y el olor de esa tierra desconocida para él. Se
dedicó a cultivarla y a sobrevivir mientras crecían flores nunca vistas
alrededor de su nueva vida, él las regaba de ilusión y esperanza, hasta que un
día la tierra le regaló la flor más bella de todas. Se llamaba Rebeca y sus
pétalos eran mejillas de terciopelo que cambiaban de color. Dentro de una
pequeña cabaña de madera, Marcos y Rebeca escucharon abrazados por primera vez
el sonido del amor y la lluvia. Era el sonido alargado del agua que marcaba el
compás de los besos. Desde aquel día Marcos se dedicó a dibujar la intensidad
de la lluvia, el amor de agua. Y sus dibujos reflejaban mundos trasparentes
donde el único color posible se encontraba en las variables mejillas rosadas de
Rebeca. Pasó el tiempo y las líneas de agua cambiaron de dirección. Había
llegado el movimiento. El aire hasta entonces respirado, también podía ser viento
que trajera nueva vida, futuro, descendencia. Marcos se dio cuenta cuando un
golpe de viento levantó su cabello ondulado y advirtió que el aire venía
cargado de semillas. Del vientre de Rebeca nació un hermoso niño que al sonreír
calentaba cada rincón de la cabaña. Un niño de fuego que iluminó sus monótonas
vidas. Su luz cálida aportó color al mundo transparente de Marcos y la lluvia
alargada de sus dibujos llenó los campos de amapolas y lavandas. En su interior
ardieron los miedos y de las ascuas brotó el valor necesario...
Marcos
se había completado. Después de cinco años, ya era hora de volver a casa.
Al
abrir la puerta encontró un vergel de desolación. Antes de que su nueva familia
ocupara la casa, tuvo que realizar labores de jardinero. Eliminó las malas
hierbas del silencio, taló la soledad trepadora que devoraba las cortinas, podó
el abandono de los dormitorios y abrió las ventanas para que se escapara el
frío. Le costó arrancar la maleza gris que se agarraba con las uñas de la
ausencia a los muebles, y cuando todo quedó listo, los huecos se fueron
rellenando de tierra roja, de amor de agua, de aire futuro y de cálido fuego.
Aquella noche, al acostarse, Marcos escuchó como en un susurro las palabras que
pronunciaron los cuadros y las sillas.
–Sí, yo también os he echado de menos –musitó entre dientes. Rebeca dormía.
Se acurrucó a ella plácidamente y pensó que sus padres estarían orgullosos de
él.
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