EL RELOJ DEL CARACOL



    
   
 Se miraron de forma tal que ambos tuvieron claro que nada más podrían decirse, su relación había terminado. ¿Quién podría haberlo dicho unas horas antes, cuando aún paseaban su amor por el jardín del hotel donde iba a celebrarse el gran evento de arte que consagraba a los jóvenes con más talento del país en el ámbito del expresionismo abstracto o indefinido?

Sandro y Betty habían llegado al hotel tres horas antes de que empezara el acto.
Presentaban a concurso su conjunta obra titulada “Canadá o la Utopía”, una alegoría a la más que variada geografía y relieve de ese país, aunque aparentemente sólo era una escultura de metal, arcilla y cristal donde las formas y los huecos en nada hacían recordar a Canadá ni a ningún sueño inalcanzable.

Betty siempre necesitaba tener un proyecto en su cabeza. Antes de conocer a Sandro quiso ser reportera de viajes, o cooperante en África, o titiritera de trenzas largas y pantalón de peto. No podría decirse que fuera de ideas fijas, el caso era avanzar, avanzar y no parar. Sandro tenía corazón de artista. Pero no encontraba el camino exacto que conduce a un arte en concreto. Estudió en el conservatorio de música, hizo un cortometraje con muñecos de plastilina, entró en el territorio de la pintura y ahora esculpía volúmenes y espacios con arcilla. Los dos juntos tenían las ideas aún más confusas y un ritmo demasiado acelerado.

Dos meses antes repararon el uno en el otro casi por casualidad mientras tomaban algo frío en un bar, intentando librarse del fuerte calor que caía en la ciudad. Sentados en distintas mesas bajo el aire acondicionado, Sandro miró a Betty, Betty miró a Sandro, la mirada de Sandro se intensificó con gran profundidad a causa de la miopía, Betty pensó que esa profundidad era amor a primera vista y, como impulsados por un muelle, los dos se levantaron de sus sillas y comenzaron a hablar del tiempo, que es el tema más frecuente cuando no se sabe qué decir, hasta que ella soltó la palabra Canadá. Y las ciudades canadienses se abrieron paso entre su incipiente amor; Sandro contó que su tío abuelo vivió allí una temporada, concretamente en la isla del Príncipe Eduardo, y Betty recordó el viaje que hizo con su madre al norte del país, quedando impresionada ante tanta naturaleza helada. Entre las Montañas Rocosas, la multitud de lagos y los whiskies con coca-cola tuvieron conversación para rato y acabaron con sus cuerpos entrelazados en el apartamento de Sandro y con sus mentes en las praderas canadienses. Un ritmo demasiado acelerado.

Su efímera relación nunca estuvo consolidada, tan sólo tenían en común la adoración que sentían por Canadá y la necesidad de crear, estaban unidos por una coincidencia de gustos, nada más. Ahora paseaban por el jardín muy agitados, deseaban ganar, habían echado el resto y querían ser los primeros. Empezaban a ver la meta muy cerca y se preguntaban qué sería de su relación cuando todo esto acabara, caminaban pensativos e iban dejando un reguero de dudas sobre las petunias violetas de un arriate. Un caracol comía hojas en la jardinera de piedra que adornaba el acceso al hotel. Cuando Sandro y Betty entraron en la sala donde estaban expuestas las esculturas, el caracol sintió curiosidad y decidió echar un vistazo, tal vez podría ver algo desde la ventana.

El ritmo del caracol no marca las horas ni los minutos, está hecho de tiempo invertebrado y avanza despacio, desconoce la velocidad desde su pausada monotonía, no se oxida ni caduca, entiende que no se acaba el mundo por ir poco a poco, que no hay ladrones de segundos que conspiran detrás de las esquinas. El caracol tiene un reloj que mide el discurrir de la vida desde un prisma lento, no hay prisa. ¿Qué es la prisa? Despacio las cosas se ven mucho más claras.

Las demás esculturas eran bastante “indefinidas”, o lo que es lo mismo, había que echarle imaginación para saber qué eran exactamente y qué relación tenían con sus nombres. Sandro y Betty las observaron con curiosidad y al llegar a la suya quedaron impresionados. Expuesta en su pedestal, la escultura ganaba en expresividad. Los altos picos de metal simulaban a las Montañas Rocosas, el cristal recordaba a los grandes lagos y la arcilla moldeada en forma de troncos representaba el interminable bosque canadiense.

En el jardín, el caracol proseguía su camino hacia la ventana, pronto llegaría a la fachada, dispuesto a trepar por ella. Despacio, a su ritmo.        

El cóctel comenzó una hora antes de que el jurado diera el nombre de la obra ganadora. Los participantes departían en animada charla sobre lo difícil y gratificante que es plasmar un estado de ánimo en un cuerpo inerte. Una chica se dirigió a ellos llamándolos “pareja”.

Fue entonces cuando sonaron las alarmas en el interior de los dos.

Betty se dio cuenta de que su “proyecto” se estaba convirtiendo en “compromiso”. A ella no le gustaba el compromiso, ni otro cepillo de dientes al lado del suyo, ni preparar comida para dos, ni detenerse a mirar el pasar de las horas. Sandro esperaba tener todo eso algún día, pero no ahora, y tampoco veía a Betty como esa mujer con la que compartir su vida...
Los dos se empeñaban en seguir con su ritmo acelerado, pero por separado. Interiormente empezaban a mirar hacia otro lugar.

Y llegó la hora de conocer al ganador. La sala de exposiciones se iluminó y se fueron presentando una a una todas las obras justo en el instante en el que el caracol asomaba sus cuernos por el cristal de la ventana para ver el momento culminante del acto. Un hombre embutido en un traje que le quedaba estrecho anunció con voz grave el nombre de la escultura ganadora y Sandro y Betty quedaron desencantados cuando escucharon que no era la suya. Casi por inercia se soltaron la mano. Eran dos desconocidos que habían llegado a la meta en la última posición. La ganadora subió a la tarima para recoger el premio con la mala fortuna de tropezar delante de “Canadá o la Utopía“. El pedestal tembló y la escultura se tambaleó peligrosamente hasta perder el equilibrio y estrellarse contra el suelo. El vuelo fue rápido pero en los ojos de la inestable pareja el tiempo se detuvo y se alargaron los segundos, su relación cayó ante ellos a cámara lenta, al ritmo del caracol. El golpe rompió el cristal, convirtiéndolo en infinidad de vidrios afilados que salieron disparados y esparcieron por el aire mil puerco espines canadienses y dos meses de amor equivocado.

Se miraron de forma tal que ambos tuvieron claro que nada más podrían decirse. Se acababa de romper el único vínculo que les unía y por el suelo se mezclaban los pedazos de su fugaz relación con los fragmentos rotos de Canadá.
El caracol que lo había visto todo retomó su camino de vuelta, de repente le entró hambre y allí ya no quedaba nada interesante que ver. 

     Existen muchas formas de medir el tiempo. Hay muchos ritmos palpitando entre sus agujas. Un amor puede tardar en romperse el mismo tiempo que emplea un caracol en llegar desde el jardín hasta el alféizar de una ventana.



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