El tiempo se deshacía...
(Imagen de Juan Antonio González) |
...Las horas se derretían por las paredes, los minutos nadaban en el buque de la cama
y Mobydick se los tragaba, los segundos se disipaban en nuestras bocas, las
milésimas desaparecían al rozar tu piel y tú, que más que tú eras yo, me
regalabas la suavidad de tu alma y el tiempo moría, no hacía más que eso,
morirse todo el rato mientras tú me dabas el mar y la Nebulosa de Orión y yo...
yo, que ya no tenía piel, que mis formas se escurrían por las sábanas, era
capaz de volar a lomos de Pegaso y rodear la cima del Monte Olimpo con mis
brazos, que eran los tuyos, de miel y de nube, y el sonido alto de cuatro
violines surgidos de las columnas del dosel nos hablaba de amor y de su cúspide
mientras el tiempo seguía expirando, pereciendo alrededor de nosotros,
trayéndonos la eternidad y la más bella historia jamás amada, y tú llorabas y
reías, y me bebía tus lágrimas de guitarra y veneraba la risa argentada que
emanaba de tu garganta de cisne mientras el tiempo, sí, agonizaba entre la ropa
revuelta del suelo; entonces nos hacíamos eternos, y con tus dedos de abanico
enredados en mi pelo manejabas los hilos de mi cuerpo, extremidades de
marioneta sobreviviendo gracias a tus movimientos lentos, y yo acompasaba tu
mirada con la mía dentro de la habitación desnuda, de color ámbar y visillos
sin vistas a nada, dibujando en mi mente la línea de tus labios y besando el
infinito para sentirme inmortal mientras el tiempo se rendía, claudicaba
inexorablemente entre tus piernas, y yo, embarcando en un Nautilus de enorme
fiereza, viajaba todas las leguas necesarias hasta el centro de tu tierra, que
era la mía, y mis manos se hundían en sus cráteres angostos buscando el origen
de todo para hacernos uno solo, libres, y crecíamos, crecíamos...
El tiempo se
deshacía y nosotros éramos eternos.
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