VINO VERDE




     Sábado, tres de la tarde:

“Vale, hasta las ocho, lleva mucho cuidado, adiós... sí, yo también... chao”. Y cuelgo.
¿Por qué no estoy demasiado contenta? Sí, me hace ilusión que Andrés venga a verme pero me falta algo, no sé. Me hago la tonta, disimulo conmigo misma para no aceptar que no existe esa chispa que debería encender más la relación... ¡Dios!, llevo unos meses sin notar apenas nada cuando estoy con él pero me callo para no liarla, para no enfadar a nadie, hay que ver, ¡y yo qué!, siempre se me ha dado muy mal analizar mis sentimientos, tal vez no digo nada porque en el fondo me aterra quedarme sola... qué le vamos a hacer. No se lo cuento a nadie, y mucho menos a mi madre para que no acabe soltándome todo lo que piensa de mí, no me apetece nada escuchar sermones. Termino de recoger la cocina y me preparo un poleo-menta. El café me pone nerviosa.
    
     Cuatro de la tarde: 

Mi momento “sofá”. Estirada todo lo que puedo, rodeada de cojines y descansando los pies en el puf de cuadros escoceses, me dejo llevar por el relajante y oceánico documental de la tele y por la agradable voz del narrador que explica la relación simbiótica entre el pez payaso y la anémona de mar, capaces de convivir juntos aunque sean de diferentes especies para beneficiarse mutuamente, yo te ayudo y tú me ayudas, qué sabios son. Los humanos nos llamamos seres inteligentes pero en cuestión de supervivencia nos dan mil vueltas. Buceo en los recovecos de la existencia y acabo perdiéndome en el fondo marino durante una media hora hasta que el teléfono suena y me devuelve de golpe a la superficie.
Es mamá en estado puro:

“Hija, qué pasa, ¿ya no te acuerdas de nadie?, claro, desde que te has emancipado estás de un independiente...
¿Qué has comido? ¿Arroz?, lo habrás hecho con mi receta ¿no?, seguro que te ha quedado caldoso, como si lo estuviera viendo... muy bien, pero dime, ¿cómo vas en el trabajo? ¡Ay hija!, es que ¡me da un miedo, tal y como está ahora el panorama y los dichosos recortes esos!... si hubieras estudiado, mira tu hermana de abogada, eso sí que es un trabajo para toda la vida... ¿Y ese novio tuyo de ahora?, Andrés se llama ¿no?, tráelo mañana a comer y preséntalo de una vez a la familia, ¿o es que quieres quedarte para vestir santos? ¿Sabes a quién he visto esta mañana?, a tu amiga Marisa, la que vive en la casa de la esquina, la que tomó la comunión cuando tú, te acuerdas de ella ¿no?, pues iba paseando por el parque con su marido y sus dos hijos, que yo no te digo nada, pero con esto ya te lo estoy diciendo todo...”

Ella es mi madre, genuina y sin conservantes. Tengo que cortar por lo sano.
“Vale mamá, sí mamá, no mamá, mañana voy a comer, iré sola... tengo que colgar... están llamando a la puerta. Hasta mañana”. Y cuelgo.   

     Cinco de la tarde:

Dibujo amebas y paramecios en los márgenes de una hoja que en su momento sirvió para apuntar la lista de la compra, y mientras adorno el papel me pregunto dónde tendré metido ese reloj biológico que por lo visto tenemos las mujeres y que suele despertarse a una edad determinada. El mío debe estar estropeado o se le ha acabado la pila, no sé, pero no funciona. Continúo dibujando criaturas microscópicas y mi cabeza se va de una cosa a la otra terminando por rememorar mi verdadera vocación. Ser trapecista.
Porque tengo alma de circo, ¡sí!, la tengo. Lo digo muy en serio. Me gustaría vivir en el trapecio, allí, en lo alto. ¿Por qué? Ni idea. Puede que por el riesgo, o por la sensación de volar quedando por unos segundos suspendida en el aire, o por mantenerme en equilibrio sentada en una silla a lo “Pinito del Oro”. ¿Qué sé yo?, pero por el contrario, solo soy telefonista en unos grandes almacenes, y además trabajo en la planta baja, y mi piso está en el entresuelo y... esta noche viene Andrés a cenar y después veremos una peli, ¡oh!, qué plan más original... ¡¡Ahí va!! Se me olvidó comprar el vino para la cena, tengo que ir al súper. Aún queda tiempo.

     Seis de la tarde:

Cruzo la calle tomada ya por las sombras y descubro a los árboles balanceando sus ramas para despedirse del único sol que aún se agarra a los áticos. Esta noche prepararé la cena. Andrés, tan buena persona, me ayudará y nos haremos compañía y la noche del sábado se alargará hasta cuando nosotros queramos. Todo será perfecto excepto por un pequeño inconveniente:
¿Qué hago yo con lo que NO siento? El amor es otra cosa. Se hace presente en los detalles del aire, suena con deleite en los ecos. Se siente un hormigueo por todo el cuerpo, se pierde la percepción del tiempo, se adquiere un estado de levitación que solo la pasión puede superar... pero Andrés y yo somos el pez payaso y la anémona, sobrevivimos juntos sin grandes esperanzas, nos ayudamos mutuamente contra la soledad.

El supermercado está atestado de gente. Voy directa al pasillo del fondo y lo encuentro tan solitario que da la sensación de que se han olvidado de él. Una gran variedad de vinos repletan las estanterías; blancos, tintos y espumosos... no sé cuál elegir.
Una voz honda, como nacida de los confines del mundo se escucha detrás de mí.
“Señorita, si se encuentra indecisa le aconsejo que pruebe ese de ahí”

Me vuelvo y tropiezo con el cuerpo enjuto y encorvado de un anciano que me mira con sus húmedos ojos azules. La nariz aguileña le cae hasta unos labios que apenas abre al hablar. Cuerpo y voz no se corresponden en absoluto. Me intenta explicar:

“Es un vino muy especial, se lo aseguro, creado esencialmente para los paladares que desean un cambio en su vida, su color verde lo convierte en único y sus efectos en el ánimo dependen del carácter de la persona que lo ingiere, pruébelo, no se arrepentirá”

Toco una botella. Su tacto se asemeja al de las pámpanas de la vid, áspero y suave a la vez. No tiene etiquetas, tan solo un color verde tiñe todo el vidrio. Al final opto por él y agradezco al extraño anciano su consejo. Me dirijo hacia las cajas pero antes me giro para despedirme de él. No hay nadie. El pasillo del vino esta vacío.

     Siete de la tarde:

Preparo el vestido rojo y me meto en la ducha. El agua caliente me reconforta y me recreo un rato llenándome de espuma y oliendo la fragancia del gel de “La Toja”.

Estoy pensando que mientras se me despierta el reloj biológico podría hacer ese viaje que siempre he soñado; cruzar Asia en el Transiberiano. Aunque es tan caro que no me llegaría ni para la mitad del trayecto, así que mejor me quedo por Europa, que tampoco está mal. Me visto y me pongo brillo en los labios. Voy a la cocina y empiezo a preparar los canapés.

En la encimera reposa, elegante y esbelta, la botella de vino verde que traje del súper. La observo mientras extiendo sobre el pan tostado los patés y el salmón ahumado... la tentación de probarlo me hace creer que el vino se va aproximando a mí por voluntad propia. Me apetece saborearlo ya, más que nada por la curiosidad que me causaron las palabras que pronunció el misterioso anciano... a Andrés no le importará... descorcho la botella y vierto el vino en una copa.
Un líquido verde envuelve el cristal y desprende destellos. Me llevo la copa a la boca. Tiene un aroma dulce y al paladearlo noto una ligera aguja que me induce a cerrar los ojos.
El anciano de extraordinaria voz aparece en mi mente... entonces todo empieza a vibrar y un ruido ensordecedor se acerca.

De pronto, un tren irrumpe en mi cocina. El maquinista es un payaso disfrazado de pez que me invita a subir al primer vagón. Al entrar me encuentro con una enorme pista de circo y a todos sus moradores rodeándola. Arriba, iluminado por grandes focos, un resplandeciente trapecio me espera para realizar acrobacias aéreas...

Suena el timbre de la puerta y abro los ojos. Deben ser las ocho y Andrés acaba de llegar.



Comentarios

  1. Me tendré que comprar una botella de ese vino tan especial, para poder ver ese tren¡¡

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  2. Bien, pero recuerda: "Sus efectos en el ánimo dependen del carácter de la persona que lo ingiere".
    Gracias por tu comentario Nicole.

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