Como ascuas envueltas en seda, los dos notaron el tacto ardiente y suave en los labios. Natalia se perdió en el beso de Leo. Y Leo percibió una fulgurante chispa de electricidad atravesando sus cuerpos; en el roce de las miradas, en el principio de todo.
Meses antes, casi en paralelo, sus vidas comenzaban a reflejarse en un espejo que ellos aún ni intuían; los dos pasaban por momentos difíciles de carácter sentimental. En los cimientos de lo que hasta entonces conformaban sus respectivos matrimonios, se había abierto una grieta, posiblemente provocada por el desgaste de la convivencia, por la enorme acumulación de desencantos que conllevan las decepciones y la inestabilidad. Aquello se estaba convirtiendo en una pesada carga que necesitaba salir por algún sitio, y amenazaba con desbordarse.
Algo
dijo basta. Una luz, las ganas de respirar, un resquicio de esperanza.
La
pequeña fisura se fue abriendo paso en cada una de sus vidas –aún lejanas–,
primero de manera inapreciable, pero avanzando firmemente hasta convertirse en
hendidura zigzagueante y ágil. Adolescente. Vívida. Los días pasaban. Las
grietas continuaban avanzando por los huecos de los días, obstinadas en no
parar. Y los dos las sentían en sus cuerpos, en sus mentes. Imparables, se
abrían paso hacia la libertad que necesitaban. Sin saber siquiera que sus
caminos se encontrarían pronto. Que colisionarían sin remedio.
El
destino iba a ser el encargado de señalar el trayecto a seguir. Los dos habían
tomado una decisión. Iban a romper sus respectivos matrimonios. En el año de su
cuarenta cumpleaños. Las coincidencias eran palpables. Y confabulando con el
ritmo de sus decisiones, la vida les iba preparando el encuentro: una cena de
compañeros de colegio a la que los dos habían sido invitados. Leo asistió sin
muchas ganas a la cita. Casi estuvo a punto de no ir, imbuido en una desidia
que no le permitía decidir por sí mismo, pero unos amigos le animaron. Natalia
quería evadirse durante un rato de los problemas y pensó que no le vendría mal
desconectar y ver a antiguos conocidos.
Una
fría noche de estrellas titilantes, condensada en la luz azul que proyectaba el
aire, y en la resaca de una tormenta de atardecer, de lluvia impulsiva y
apasionada; Tempestad tal vez encargada en su furia de barrer los lastres del
tiempo, de limpiar corazones... una noche, sí, nueva, creada para que de ella
naciesen verdades, miradas, sensaciones, y el principio de algo que lo
inundaría todo; una noche crucial escondida en una cena de antiguos alumnos a
la que cada uno había acudido por separado.
Tras
saludar a varios amigos se encontraron, frente a frente.
Solo
ellos notaron el seísmo. La enorme sacudida que se produjo al colisionar las
dos grietas por las que entraban de nuevo las ganas de vivir y que hasta
entonces habían tomado caminos independientes. De repente se fusionaron en una
sola, y el impacto fue tan grande que se esparcieron en distintas direcciones
formando aristas y nuevas hendiduras por las que podían filtrarse otros
estímulos. El profundo choque formó una silueta invisible de la que, de haber
podido unir los trazos creados con un lápiz, hubiese surgido el dibujo de una
Salamandra.
Y se enamoraron. Instantáneamente.
Ha
pasado un año. El más feliz de sus vidas.
Ahora
están en la habitación de un hotel, celebrando su primer aniversario. Natalia
observa el mar desde el balcón y Leo la mira sentado en la cama. ¿Cómo puede
ser que esta mujer le haya cambiado tanto la vida? Ya no puede imaginarse el
mundo sin ella. Merece la pena haber tenido que lidiar con tantos problemas si
la recompensa es tenerla entre sus brazos. Natalia piensa que todo ocurre por
algo. Por eso respira libre. Sentirse amada por el hombre que desea le da toda
la fuerza del mundo para afrontar cualquier cosa. Por muy ardua o espinosa que
sea. Un día se despojó de sus miedos y miró de frente a sus sentimientos. Ahora
observa el mar que atardece sereno.
Leo
sale al balcón y abraza la cintura de Natalia. Se besan. Y como ascuas
envueltas en seda, los dos notan el tacto suave y ardiente en los labios. El
mar los ha visto. Exhala hacia ellos un vaho que acaricia, como una lluvia
horizontal, y empaña la puerta de cristal que tienen detrás. Ninguno de los dos
ha percibido la figura que se ha formado en el vidrio mojado.
Es
una Salamandra. El espíritu elemental del fuego. Y desde ahora, el símbolo de
su amor.
Para mis amigos N. y L.
Ana Sánchez Huéscar

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