DÍPTICO DE UN ENCUENTRO
Tiempo detenido en la quietud de la belleza, colores que hablan a pinceladas.
Vidas
enmarcadas latiendo en su perpetuo silencio; ¿Eternidad inmóvil?
1. ÉL
Ahora
que no hay nadie, el hombre del traje negro camina por los pasillos del museo
rompiendo la mudez del mármol con sus pasos. Aún faltan unas horas para que se
abran las puertas al público y se llenen los espacios de curiosos espectadores.
Atraviesa las salas
mitológicas y los retratos reales sin prestarles mucha atención aunque de vez
en cuando frena su elegante marcha para deleitarse con alguna de las grandes
obras que se exponen colgadas de las paredes y que desprenden claroscuros
capaces de insinuar formas y volúmenes. Reanuda enseguida el paso porque tiene
una razón muy importante que se antepone a todo... alguien le espera y él,
súbitamente ante esa idea, no puede evitar la aparición de una media sonrisa
acompañada de un brillo de impaciencia alumbrándole el rostro. Su figura
apuesta y alargada desciende por las blancas escaleras hasta la planta baja
provocando un contraste tan fuerte entre la negra vestimenta y el claro mármol
que parece dejar dibujada su trayectoria con un trazo recto de carboncillo.
El perfil de la cara no conoce la redondez y desde la frente hasta el mentón todo está estirado y anguloso. Una barba corta y puntiaguda prolonga aún más la caída de la barbilla. Solo los ojos, vivos y oscuros se redondean y acentúan una pálida piel que ahora, ante el inminente encuentro, se ha llenado de vitalidad y ha recuperado los tonos rosados de las mejillas.
El perfil de la cara no conoce la redondez y desde la frente hasta el mentón todo está estirado y anguloso. Una barba corta y puntiaguda prolonga aún más la caída de la barbilla. Solo los ojos, vivos y oscuros se redondean y acentúan una pálida piel que ahora, ante el inminente encuentro, se ha llenado de vitalidad y ha recuperado los tonos rosados de las mejillas.
Avanzando
por las salas donde se expone la pintura española del siglo XIX siente los
mismos nervios que un adolescente en su primera cita y en un acto reflejo se
lleva la mano al pecho como queriendo sujetarse el corazón. Los retratos de
hombres y mujeres de la época romántica aún se encuentran dormidos, estas no
son horas de visitas y reposan relajados, sin marcar las expresiones. Pronto
deberán acicalarse para soportar una nueva jornada de exposición y análisis,
aunque para ellos ya no supone ningún problema sentirse observados, pues el
paso del tiempo les ha inmunizado.
La
nota. Está llegando hasta ella. Puede sentir su presencia.
El
hombre del traje negro se detiene ante el retrato de una bella mujer y respira
hondo. Sus ojos miran con verdadera pasión el lienzo que tiene frente a él y
activan un lento parpadeo que invita a conocer sus profundos pensamientos.
Ensimismado ante tal visión, muestra una sensación cromática que enfoca su
semblante enamorado. Ya no quiere ver ni hacer otra cosa que permanecer allí
parado observando el retrato de esa mujer y recibiendo de ella su mirada dulce
y sensual.
2. ELLA
Al
otro lado del lienzo, la mujer descansa sentada en un amplio sillón tapizado de
terciopelo con grandes estampados que van fijados a la madera labrada por
continuos clavos dorados. Lleva un vestido de raso azul con volantes que se
despliega de forma natural resaltando la postura y el vuelo de la tela.
Numerosos pliegues realzan el viso del raso y caen hasta los bordes
triangulares de la falda. Un chal de cachemira bordado en oro y plata permanece
arrugado detrás de ella y cae por el brazo del sillón dejando ver el forro de
seda. El escote del vestido es bajo y desnuda los hombros de piel de porcelana.
La mano izquierda sostiene un abanico de pluma y la derecha mantiene una pose
coqueta rozando con sus dedos el óvalo facial. El cabello negro enciende aún
más la mirada seductora y la sonrisa dulce que ilumina todo el cuadro y que
ahora parece haberse pronunciado más, porque desde el filtro del lienzo, ella
ha visto llegar al hombre del traje negro y una alegría repentina le ha hecho
intensificar su apacible gesto. Las pupilas se han avivado y los dos se funden
en una mirada interminable que no necesita palabras, entre ellos se establece
una mirada tan densa que nada podría atravesarla. Y una fuerza interior se
desata.
El
deseo de la mujer por cruzar al otro lado comienza a florecer y los colores,
que aún no han dicho nada, se reblandecen y brillan. Las formas pretenden
salirse de sus márgenes alentadas por los contornos. Otra dimensión es posible
gracias al empuje del movimiento.
Primero,
ella mueve los ojos, luego los hombros, después los brazos y por último toda su
figura sale del cuadro, traspasando las reglas de la física y las leyes del
tiempo.
Queda
frente a él en carne y hueso, haciendo ondular sus volantes azules y
¡respirando!
El
encuentro se ha producido. Los dos sonríen y se aproximan para que el contacto
con la piel les una más, para que las caricias completen la perfecta armonía
del más absoluto realismo. Sin dejar de mirarse rozan sus labios y abrazan sus
cuerpos.
Juntos,
dan un paseo anacrónico por el museo que les lleva a distintas épocas,
contemplan el Descendimiento de la Cruz y pasan por la Laguna Estigia, saludan
a Adán y a Eva y dan rienda suelta a su amor en el Jardín de las Delicias. La
composición geométrica de su unión no tiene estructura, ni técnica, está creada
a partir de un sentimiento y, haciendo uso de él, se dejan llevar por ese reducto
de arte como si de un Don Quijote y su Dulcinea se tratara.
Regresan
del paseo antes de ser sorprendidos por el público. Su efímera cita concluye y
deben separarse, ella a de volver a la inmortalidad que le otorga la pintura.
Pero no importa. Él vendrá a visitarla muchas veces más, cuando todo esté en
silencio, se escapará sigilosamente y cruzará el museo para poder verla de
nuevo.
Ahora
la coge en brazos, la besa y la introduce en el cuadro. Ella se sienta como
siempre en el sillón y adopta su gesto dulce y coqueto. Se miran una última vez
y después la bella mujer vuelve a congelarse en el tiempo, justo al otro lado.
El hombre del traje negro se apresura. Percibe voces cercanas y no debe ser descubierto. Sube las escaleras rápidamente haciendo sonar un tintineo metálico. Cruza las mismas salas de escenas mitológicas y de episodios bíblicos pero la premura le impide detenerse ante ellos. Al fin llega a una estancia donde los personajes que están enmarcados tienen una fisonomía muy parecida a la suya; rostros alargados y miradas melancólicas. Se acerca a un cuadro vacío y se encarama a él. Es impecable su caída dentro del fondo manchado de pinceladas. Recompone después su elegante porte de hidalgo estirando bien el encaje blanco del cuello y de los puños. Coloca la empuñadura de la espada justo por encima del marco inferior. El detalle del medallón aparece medio escondido. Ya solo queda poner su mano de largos dedos en el pecho y fijar la mirada al frente para convertirse en el referente de caballero del Siglo de Oro. Adhiriéndose al óleo, se funde en él un momento antes de advertir al primer visitante del día que, acercándose al cuadro, le observa minuciosamente.
El Caballero de la Mano en el Pecho El Greco (1580) |
Amalia de LLano y Dotres (Condesa de Vilches) Federico de Madrazo (1853) |
El caballero de la Mano en el Pecho tuvo que esperar casi trescientos años a que F. Madrazo pintase a la condesa Amalia de Llano y casi otros doscientos a que tú los saques del cuadro para poder dar un paseo juntos, pero ha valido la pena que empiecen a hacerlo.
ResponderEliminarSí, y puestos a saltar en el tiempo, ¡espero que dentro de otros doscientos años haya alguien ahí leyéndolo!
ResponderEliminarGracias Carmen.