PALABRARQUÍA
El libro se movía solo.
De volumen considerable y pastas duras, comenzaba a sobresalir de los demás
utilizando un método nada sutil, brincando y embistiendo a los dos libros que
lo flanqueaban.
Al
principio creí que era un efecto de la vista, agitada debido al trabajo que
desempeño frente a la cinta transportadora de la cooperativa de envasados y que
me mantiene durante ocho horas viendo pasar tarros de cristal a los que debo
adherir una pegatina con el nombre del producto, la denominación de origen, el
código de barras y la fecha de caducidad, y que provoca que mis ojos se
extravíen de vez en cuando y se muevan a su antojo, de modo que a veces tengo
la sensación de ver cuerpos inertes en movimiento.
Sin
embargo aquel día, después de parpadear varias veces y explorar la habitación
con el completo conocimiento de tener el control del espacio-tiempo, llegué a
la conclusión de que no me habían traicionado los ojos.
El
libro daba saltos descompasados y tomaba fuerza al ir deshaciéndose de la presión
de los demás libros que, en torno a él, adornaban uno de los estantes del
mueble del salón. Justo debajo estaba situado el televisor. En ese momento
proyectaba una película que hasta entonces yo había estado siguiendo con
atención, pero que olvidé ante aquella paranormal visión.
Me
acerqué sobresaltado desde el sofá cuando vi que con tanto ímpetu, el libro
había conseguido llegar hasta el borde de la estantería y amenazaba con
tirarse. El primer impulso me hizo cogerlo para que no se estampara contra el
suelo, pero al tocarlo me quemé los dedos y aparté la mano enseguida. Las
pastas y las hojas alcanzaban una temperatura impresionante y fui incapaz de
agarrarlo. Cuando se desplomó a mis pies aún seguía convulsionándose y al botar
se elevaba unos centímetros y entreabría sus páginas.
Decidí
tumbarme boca abajo en el suelo para ver si veía algo a través de ellas. Me
aproximé todo lo que pude con la mejilla derecha pegada a la baldosa y guiñé
los ojos intermitentemente para tener más perspectiva. Tardé en mantener fija
la mirada pero al final conseguí, a pequeños intervalos, poder ver algo de
movimiento dentro del libro. Parecía como si las letras estuvieran sueltas, en
completo desorden y despegadas de las hojas. Cuando se producía el bote daba la
sensación de que todas ellas tuvieran vida propia. Hasta el título de la
portada estaba revuelto; las palabras “MARÍA ANTONIETA” que daban nombre al
libro lucían con las “Aes” descolgadas, las “Tes” en horizontal y la M en
W.
Una
especie de ruido hueco de líneas y trazos surgía del interior. Las palabras
chocaban unas con otras y producían un sonido metálico que se ahogaba al caer
sobre ellas el peso del papel. Mientras intentaba descubrir lo que estaba
pasando, algo salió disparado del libro y aterrizó en la punta de mi nariz.
Tumbado
en el suelo, bizqueé los ojos hasta distinguir tres letras contorneadas de
carboncillo que se habían posado en mi nariz al ser expulsadas de aquel libro
loco y sin control que quemaba y se movía solo.
Las
letras, ligeras y enlazadas, formaban la palabra PAZ.
Cuando
conseguí leerlas, escuché una voz en estéreo que decía:
–¡Las
Esdrújulas y sus ínfulas de poder, las Llanas sumisas y las violentas Agudas,
qué caos, qué caos!
Me
senté en el suelo con el completo conocimiento de haber perdido el control del
espacio-tiempo y en mi desorientación miré al televisor pensando que tal vez
esa voz provenía de allí.
En
la pantalla se estaba celebrando un juicio. Una mujer, sentada ante un tribunal
revolucionario, sostenía su maltrecha dignidad con el gesto sereno y la cabeza
alzada. Escuchaba en silencio las graves acusaciones que un fiscal ataviado con
una peluca de tirabuzones blancos le propinaba, entre ellas, la de conspirar
con los enemigos de Francia. Aunque vestía ropa humilde y unos mechones lacios
le caían sin gracia por la cara, aún conservaba en la mirada la arrogancia
propia de una reina y se mantenía erguida a pesar de los abucheos e insultos
que le dedicaba una multitud de campesinos afinados en la entrada del tribunal.
Tachada de mujer frívola y caprichosa, todos la culpaban de despilfarrar el
dinero de las finanzas del país en extravagancias mientras ignoraba la miseria
de su pueblo. Un clamor popular traspasaba los muros y se instalaba en la sala:
“¡¡Muerte
a la reina!!” Se escuchaba en el griterío general. Tras una corta deliberación
y una tregua silenciosa, la gente estalló de júbilo al conocer la sentencia que
un juez acababa de pronunciar:
¡Morir
guillotinada por alta traición!
La
voz estereofónica hizo desviar mi atención de la película.
–Aquí,
en tu nariz. Sí, sí, estoy aquí. Soy la letra Z de la palabra PAZ.
Yo,
bizco de nuevo, vi como la letra en cuestión se estiraba a modo de saludo...
–¡¡Hablas!!
–exclamé.
–Sólo
para quien desea escucharme. Y en esta ocasión, para impedir que se produzca
una hecatombe dentro de ese libro, aunque creo... creo que ya no tiene
remedio...
–¿Cómo?
¿Eres real o estoy delirando?
–No,
tú no deliras, ¡pero las palabras sí que han perdido el juicio! Ellas, ellas
empezaron con sus ansias de adueñarse de todo...
–Pero
¿Quién empezó qué? ¿¡Qué está pasando dentro de ese libro!?
–¡El
acabose, es el acabose! Las palabras se enfrentan unas con otras por muy
distintas razones. Se han formado tres bandos y luchan entre ellos por el
control. A estas alturas, debe estar forjándose una auténtica revolución.
–¿Y
cuál es la causa?
–¡Uf!
¡Son de ideas tan contrarias! Las Esdrújulas, totalmente altaneras, han
elevado un centímetro más sus tildes y se muestran las dueñas de todo. Apelan a
la Jerarquía de las palabras y se sienten un peldaño por encima de las demás.
Aseguran que son ellas las que deben establecer las reglas y quieren apoderarse
de los mandos ortográficos para manejarlos a su antojo y crear nuevas leyes
parrafales que les beneficien ante el proletariado, o sea, la plebe, como ellas
llaman al resto de las palabras.
La
letra Z vibraba al hablar y me hacía cosquillas en la nariz, provocando un
incipiente estornudo que yo aguantaba casi sin respirar.
–¿Pero,
todo esto es posible? –seguí interrogando, entre perplejo y alucinado.
–¡Vaya
que si lo es! Como que estoy aquí hablando contigo después de ser desterrada
con un puntapié... las palabras se han sublevado y cada una lucha por sus
propios intereses. El bando de las Llanas es menos conflictivo, pero
abogan en defensa de la Monarquía de las palabras. Reivindican que el único rey
al que deben rendir pleitesía es el VERBO, amo de la frase y máxima
autoridad. De ninguna manera venerarán a las Esdrújulas, a las que consideran
unas engreídas absolutistas.
–Entonces,
el tercer bando pertenece a las Agudas ¿no?
–Así
es... ellas creen que todo lo ocurrido es un ataque contra la libertad y se han
alzado en favor de la Anarquía de las palabras...
–¡Agudas
anarquistas! –aquello sonaba mal, aunque yo me asombré más bien por inercia que
por entendimiento, y seguí escuchando, fascinado.
–...
Sí, anarquistas, confusas y agresivas. Arrasan con todo y siembran el desorden
a su paso. Hartas de la disciplina lingüística que las mantiene sometidas desde
hace siglos, desean liberarse aunque para ello tengan que convertir las páginas
en campos de batalla. Antes de ser expulsada del libro, vi como las Agudas
secuestraban a los signos de puntuación para encerrarlos en el Prólogo, corren
malos tiempos para la Ortografía.
Al
decir esto, la letra Z miró a sus compañeras, la letra P y la letra A, y las
tres, en un tono fúnebre, diagnosticaron al unísono:
–Esto
es una auténtica PALABRARQUÍA. La Gramática ha sufrido un Agudo
asedio y se encuentra Esdrújulamente custodiada en los confines del Epílogo...
agonizando.
No
podía ser. ¡En el salón de mi casa se estaba gestando una verdadera revolución
de las palabras! Temí estar mentalmente enajenado.
La
letra Z volvió a ejercer de portavoz:
–Tengo
que regresar. No sé si funcionará, ya fui expulsada una vez, pero debo
intentarlo de nuevo y sólo tú puedes ayudarme. Si aún les queda un poco de
ética palabraril, escucharán lo que tengo que decirles. Porque no hay
nada más importante en la identidad de una palabra que su significado. Tal vez
quede alguna esperanza si me muestro ante ellas en toda mi magnitud, si
despliego todas las acepciones de la palabra PAZ, a la que pertenezco.
El
libro aún seguía golpeándose contra el suelo, a punto de estallar. Debía pensar
rápido, como cuando etiqueto alimentos en la cinta transportadora y no puedo
perder el tiempo o algunos productos se quedan sin identificar.
Volví
a tumbarme en el suelo y acerqué la nariz todo lo que pude al libro, notando el
calor que desprendía. Pedí a la letra Z que me hiciera cosquillas, entonces
aproveché uno de los saltos en los que las páginas se entreabrían, dejé de
contenerme el picor nasal...
Y
la palabra PAZ voló hacía el libro a la velocidad del estornudo.
Unos
minutos más tarde, la quietud volvió a aquel ejemplar de papel con tapas negras
y letras doradas. Edición de lujo perteneciente a una colección de biografías
que mi hermana Rosa fue comprando todos los domingos en el quiosco de nuestra
calle. En realidad estaba comprando el renacer de una nueva dimensión donde las
palabras se abrían paso con sus estructuradas vidas mientras soñaban con un
cambio radical que las liberara, pero eso mi hermana no podía saberlo, claro, y
ahora esa transformación acababa de producirse.
Cuando
el libro detuvo sus embestidas, pude ver cómo las letras doradas del título
“MARÍA ANTONIETA” se colocaban lentamente en su sitio y podían leerse en su
estado original. ¿Qué estaría pasando?
Cogí
el libro y comprobé que no quemaba. Intente abrirlo, pero me encontré con las
páginas selladas. Pensé entonces en la palabra PAZ, a la que imaginaba como un
ángel gigante extendiendo sus alas y cubriendo con ellas a las amotinadas
palabras. Necesitaría tiempo para calmar la insurrección, así que, coloqué el
libro en el hueco que había dejado en la estantería, mezclado con los demás
libros, y lo dejé reposar.
Un
sonido de tambores anunciando una ejecución me hizo regresar a la película. La
mujer a la que todo el mundo humillaba aparecía sentada en una carreta de
madera tirada por un pesado caballo... camino del patíbulo.
La
misma mujer que en otro tiempo disfrutó de multitud de atenciones y caprichos,
era ahora expuesta ante la curiosidad grosera y los sarcásticos clamores de su
pueblo.
Llevaba
puesto un sencillo vestido blanco y una cofia con dos volantes que ocultaba su
cabello encanecido. Las manos atadas a la espalda con una cuerda sólo
conseguían darle una actitud recta y desafiante, dispuesta a salvar su honor en
aquel vergonzoso camino hacia la muerte. La miserable carreta se tambaleaba
sobre el irregular pavimento, pero ella permanecía erguida, como si fuera
sentada en un trono, y no demostraba ni un ápice de debilidad. El rostro
imperturbable, los labios apretados por la soberbia, los ojos indiferentes y
fijos en un punto sobre el horizonte, provocaban en ella un sentimiento de
dignidad que la mantenía con fuerza.
El
cortejo de la muerte llegó a una plaza abarrotada de gente dispuesta a
presenciar el macabro espectáculo. La mujer ascendió los escalones del cadalso
y los enfervorizados espectadores quedaron mudos al ver el rostro sereno de la
que hasta entonces había sido su reina. Pero un grito rompió de nuevo el
silencio:
“¡Viva
la República!” Tres palabras que volaron por el aire de la plaza logrando que
la muchedumbre volviera a su desagradable verbeneo.
Todo
estaba a punto de acabar para la dama francesa. El verdugo la arrojó al suelo.
Sobre ella se elevaba la maquina del horror, la temible guillotina. La nuca
bajo el filo de la cuchilla gigante y...
En
ese preciso instante escuché unos familiares golpecitos provenientes del
estante situado arriba del televisor. El libro había vuelto a las andadas y
ofreciendo el mayor de los impulsos fue a parar al borde de la estantería, otra
vez.
Creo
que la delgada línea que une el espacio-tiempo se rompió del todo cuando aquel
volumen biográfico decidió tirarse de nuevo en caída libre, y curvando su órbita gravitatoria a la altura del televisor, traspasó la pantalla y aterrizó
en el cesto donde caían las cabezas cortadas por la guillotina, frente a los
ojos de la victima que esperaba su final.
La
mujer, que hasta entonces había tenido un comportamiento intachable a pesar del
destino que le esperaba, apartó su cabeza de aquel horrendo lugar y, soltando
bruscos improperios por su boca, pidió al verdugo que le soltara las manos. Ya
libre sobre el tablero del patíbulo, siguió vociferando con ademanes de diva:
–Pero,
¿quién ha puesto ese libro ahí? ¿Es que ya ni con un poquito de dignidad puede
morirse una? Hay que ver, qué falta de respeto hacia la historia... ¡¡Con la
grima que me da esa maldita guillotina!! –acto seguido, miró de reojo la
espeluznante máquina hasta adoptar un gesto circunspecto de reina en apuros y,
tragando saliva, concluyó diciendo:
–¡Pues
yo no vuelvo a poner mi cabeza debajo de esa cuchilla del demonio! ¡¡Me niego
en rotundo!!
Y
sin más, bajó las escaleras, cogió el caballo de un gendarme que custodiaba la
ejecución y desapareció galopando mientras las personas allí congregadas
quedaban boquiabiertas...
Y
yo, que ya no entendía nada, apagué el televisor.
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