TU RÍTMICA PRESENCIA




Descorres la cortina. Ves amanecer con los ojos pegados. Has tenido un sueño bonito que aún recuerdas, y lo retienes mientras te duchas. Cubres tu cuerpo de una espuma olorosa que se desliza por la piel como algodón mojado y que acaba arremolinándose bajo tus pies, diluida en el agua, mezclada con algunos retazos del sueño bonito que te empeñas en recordar, pero que, inevitablemente, acabará escapando por el desagüe. Después, la toalla burdeos, el secador y un café con galletas acompañado de un vistazo fugaz a la fotografía en la que estamos los dos, encuadrada en un marco de níquel –siempre te gustó esa palabra, “níquel”, eres mucho de adorar palabras, sonidos y recuerdos–, la foto, decía, de nosotros dos, al lado de la vela con forma de flor que nunca encenderás porque te da pena estropearla. Miras la hora. De repente, las prisas.

Cierras la puerta con llave. Bajas las escaleras y percibo el sonido de los latidos acompasados que tu corazón musita con su voz de bajo-barítono. Bombea, circula la vida, como los coches que cruzan la calle de esta mañana nublada. Huele dulce y húmedo al pasar por los jardines azules del parque. Hoy el estanque tiene el agua blanca; los colores de la naturaleza –y en esto crees firmemente– tienen a veces ese lado rebelde de habitar donde les apetece, pues carecen de reglas, fronteras o alambradas. Y constatan su plena libertad en tus ojos, tiñéndolos de azul por la mañana y de un verde intenso al anochecer.
    
Cruzas la calle y tropiezas con el bordillo. Tuerces el labio adoptando ese gesto que tanto me gusta. ¡Uf, casi me caigo! Y enseguida llegas a la cafetería. Entras hasta la habitación del fondo para cambiarte de ropa, te atas el mandil a la espalda y utilizas un manido coletero para recogerte el pelo. La mañana está muy animada y los desayunos se acumulan. Sirves chocolates y magdalenas de fresa. Una pareja se sienta en la mesa más apartada. Ella va en una silla de ruedas. Es muy guapa y delicada, de cabello rojo y ondulado. Él, en cambio, es de aspecto rudo, tiene una enorme barba que oculta gran parte de su rostro. Camina algo encorvado y una gorra le tapa la frente. Al observarlos, activas esa costumbre tan tuya de imaginar cosas imposibles. Él es un Hombre Lobo. No. Es un Fauno. Y ella... no sabes aún, ella tiene algo, pero, ¿qué? Vuelves a preparar cafés y a servir mesas sin dejar de vigilarlos, hasta que, en un descuido, la mujer deja ver unas escamas plateadas ocultas bajo el pañuelo que cubre sus piernas. ¡Un Fauno y una Sirena! El bosque y el mar, allí, cogidos de la mano y bebiendo chocolate caliente. Pones esa interesante mueca triunfal que dice “los he descubierto, pero guardaré su secreto”, y les guiñas un ojo al cobrarles la cuenta.
El resto de la mañana transcurre tranquila. Llamas a una amiga porque hoy es su cumpleaños. Quieres hablarle de la peculiar pareja que acabas de conocer, pero no te creería, esas cosas solo me las referías a mí. Y vuelves a echarme de menos.

Comes en la cocina de la cafetería. Te entra un ataque de risa cuando tu compañera te cuenta que, ayer, su cuñado le palpó el trasero porque se confundió de hermana. Y tú no puedes parar de reír. Es esa risa contagiosa que tanto me gusta, es bueno verte así, feliz, sin la pesadumbre que muestras cada vez que me recuerdas. Pronto me dejarás ir.
Has recibido un mensaje en el móvil. Es ese chico, Mario, invitándote a cenar mañana. No sabes qué responder, piensas que es demasiado pronto, y sin embargo tu corazón bombea acelerado; no quieres sentir eso, pero te revolotean mariposas en el estómago como a una adolescente enamorada. Y al mismo tiempo, yo me siento cada vez más liviano.

La tarde destella en el cristal de la ventana, pero no notas nada porque estás concentrada en tu trabajo. Al final, doña Lupita ha cambiado su café con leche por un carajillo, y tú sabes que es porque ayer perdió su trabajo de toda la vida en la sastrería. En estos casos nunca sabes cómo animar ni qué decir, así que solo escuchas y callas. Recoges las mesas y cuando llega la hora de irte, vuelves a dejarte el pelo suelto. Regresas a casa por el mismo camino y un banco vacío te invita a compartir con él la calma que tiene esta tarde, sin ruidos, sin apenas viento que mueva nada.

Miras al cielo. Una nube rasga el atardecer y crea dos soles difuminados.

Me siento a tu lado y tú lo intuyes con ese hábito que tienes de percibir cosas que los demás ni atisban. Y parece que puedes verme, de tan profunda que resulta tu mirada... hasta alargas la mano para tocarme pero... solo acaricias el aire intangible, incorpóreo. Aún con el vacío entre tus dedos, te afanas en contarme que los Faunos se enamoran de Sirenas, que sueñas conmigo por las noches, que has conocido a un chico. Esto último lo pronuncias bajito, como si no quisieras que lo escuchara, como si no quisieras que me doliera. Y al final sigues tu camino, cansada de hablar sola, sintiéndote tonta y aliviada al mismo tiempo.

Cenas un sándwich de jamón y queso, y de postre una pera. Ves un capítulo de tu serie favorita y te vas a la cama. Paso la noche mirando cómo duermes. Te he dado un beso sin labios y he escuchado tu rítmica presencia.        

Descorres la cortina a un nuevo amanecer. Has tenido un sueño agradable y aún lo retienes mientras te das una ducha. Yo formo parte de ese sueño que intentas reproducir. Dejo de ser un espectador y comienzo a sentirte, puedo tocarte porque estoy dentro del agua que te empapa. Emprendo un viaje inolvidable por la geografía de tu cuerpo... por tu boca entreabierta y el escalofrío en el cuello hacia la cúspide de tus senos; Bajo al valle de tu vientre y me escurro por concavidades temblorosas hasta el punto de alcanzar el estado gaseoso... vibramos los dos cuando recorro tu atlas sinuoso y sigo el camino vertical que traza el agua, siempre en caída, ahora por el contorno de tus piernas, de tus rodillas...

Desemboco en el torbellino de espuma que se arremolina alrededor de tus pies, entro en una espiral sin retorno y doy vueltas y vueltas...             

Hasta que, inevitablemente, desaparezco por el desagüe.



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