PROTOCOLO
Escucho detrás de mí una voz de hombre que me espeta:
–Está claro
que hoy es su primer día, señorita, no hay más que ver la “destreza” con la que
maneja las copas y los cubiertos...
Es verdad que
llevo un rato con la pala del pescado en la mano sin recordar dónde va situada
en la mesa así que, en parte, tiene razón, pero odio que la gente se meta donde
no la llaman y recalque con un ridículo retintín lo que a todas luces resulta
obvio, de manera que me vuelvo con ganas de cargarme a alguien, levantando la
ceja derecha y mordiéndome el labio para intimidar un poco y ponerme en mi
sitio, y a punto estoy de blasfemar algo pero... menos mal que no digo nada
porque al girarme me encuentro de frente con don Jean Carlo Lopetti –en
realidad se llama Juan Carlos López, según me ha comentado una de las
camareras–, dueño y señor del prestigioso restaurante donde hoy empiezo a
trabajar. Cambio el gesto de golpe al de cariacontecida y él, a modo de jefe
comprensivo, me despliega una sonrisa en forma de coletilla muda que de tener
sonido entonaría un: “Hay que ver lo bromista y campechano que soy, voy a
enrollarme un poco con esta pardilla para ganarme a los empleados”, y a mí solo
se me ocurre decirle:
–Lo-lo- lo
siento señor, le aseguro que aprendo rápido, es solo que...
–No, no se
disculpe, es comprensible que aún no haya memorizado todo. Míreme a mí, aquí
donde me ve, empecé como usted, sirviendo mesas, y el primer día acabé
echándole la sopa encima a un cliente, no le digo más –cuando sonríe le salen
unos hoyuelos a cada lado de la cara–. ¡Mire!, ahí está el maître, ¡Giuseppe!,
venga un momento por favor...
Giuseppe, que
en verdad se llama José –vaya manía de “italianizar” los nombres– viene hacia
nosotros de punta en blanco, estirado en su marcha, tanto, que parece haberse
tragado un cucharón, y nos saluda luciendo palmito con su estiloso uniforme de
chaqué y pajarita.
–Queda poco
tiempo para abrir y aún faltan muchas mesas por vestir. Si no le importa, me
gustaría que montase una mesa y explicase con su infinita paciencia a la
señorita... ¿Cómo me ha dicho que se llama?
–Candela...
señor, Candela soy, ese es mi nombre, quiero decir... –y para caer en gracia
casi estoy a punto de pronunciarlo en italiano; “Candeletta”, pero abandono
rápido esta idea, ¡qué horror!
Mi jefe
continúa hablando con el maître, parece que le tiene mucha confianza, a veces
le roza el hombro con la mano y éste asiente a todo con ojos pícaros.
–... Para que
la señorita Candela aprenda bien cómo deben ir distribuidos los cubiertos y la
forma de servir correctamente la mesa. Sé que queda en buenas manos. Estaré en
mi despacho, pásese después por allí, he de comentarle algunos cambios...
El señor
Lopetti se aleja peinándose el pelo hacia atrás con los dedos y haciendo
ondular de forma elegante el jersey rosa palo que lleva colgado de los hombros.
Observo bien
a Giuseppe. Al principio pienso que es muy atractivo pero después empieza a
utilizar un tonito de superioridad que me invita a descubrir sus defectos, unas
cejas demasiado depiladas y orejas de soplillo ocultas bajo mechones de cabello
negro. Me pide que esté bien atenta, porque según él, “no es tan difícil y ya
debería tenerlo claro”. Yo no le quito ojo:
Coge un
mantel plegado y lo lanza al aire para desdoblarlo mientras que con las dos
manos lo agarra antes de que caiga y lo centra en la mesa rectangular con
impecable maestría. Lo estira y remarca bien la caída de los cuatro picos.
Después dispone en la mesa seis platos llanos, dejando una separación entre
ellos de unos treinta centímetros. A continuación coloca sobre ellos un plato
hondo del mismo modelo y en la parte superior izquierda de cada comensal
incluye un plato más pequeño para el pan, posando encima de él un cuchillo de
untar mantequilla. Luego –aquí es donde me atasco– comienza a distribuir los
cubiertos. En la parte derecha de cada plato ordena, de afuera hacia adentro,
la cuchara, la pala o cuchillo para el pescado y el cuchillo para la carne con
el filo mirando al plato, a la izquierda sitúa los tenedores correspondientes
coincidiendo con el orden de los cuchillos.
Mientras
presto atención a los movimientos de Giuseppe intuyo el ajetreo de los demás
camareros que van y vienen mezclados entre la decoración suntuosa. La madera
extremadamente pulida de la barra reluce y sostiene las finas copas y una
enorme tarta que acaba de llegar. Al verla he recordado que hoy es un día
importante para mí, casi se me había olvidado... aquí me siento algo
descolocada ante tanto protocolo, parezco uno de esos cubiertos fuera de su sitio.
El zócalo de madera y la plata que rodea los espejos engalana aún más este
espacio destinado a gente que puede permitirse lujos y dispendios... “¡Qué
desperdicio más grande!” pienso, y continúo con la demostración de Giuseppe:
Ubica la
cucharilla y el tenedor de postre de forma paralela delante de los platos y a
la derecha de ellos apoya tres copas, una de agua, otra de vino y la tercera
más estilizada de champán, todo ello con gran brío y donaire, demostrando su
habilidad y dejando claro la razón por la cual le ascendieron a jefe de
camareros. Para terminar coge las servilletas de tela y, haciendo filigranas
con ellas, consigue darles un aspecto de abanico artístico. Con mucho cuidado,
las va plantando encima de cada plato hondo y después decora el centro de la
mesa con un jarrón de rosas amarillas.
–¡Voilà!
–exclama orgulloso. Y yo, que no puedo negar su buen hacer, me rindo ante él.
En ese
momento, una elegante mujer almidonada de arriba abajo y con el cabello repleto
de sedosos rizos rubios llega contoneando con exageración su figura y se
detiene ante nosotros. Mira a Giuseppe con desprecio y cuando parece haber
terminado de echarle mentalmente una terrible maldición, se dirige a mí y me
pregunta:
–¿Dónde puedo
encontrar al señor Lopetti?
–En su
despacho, creo...
La mujer
sigue su camino y al perderla de vista me fijo en Giuseppe. No queda nada del
orgulloso maître de antes, parece haberse desinflado de golpe. Hay sudor en su
frente y la pajarita le estorba. Ahora todos nos hemos callado. Desaforados
gritos suenan en el despacho de Jean Carlo y a veces algo cae al suelo y se
rompe. Un rato más tarde se abre la puerta y sale disparada la mujer de los
rizos seguida del señor Lopetti, braceando en el aire y pronunciando:
–Pero Paola,
no seas así, compréndeme, ¡Paola! Eso no es verdad ¿¡Me estás escuchando!?
La mujer no
atiende a razones y parece dispuesta a cualquier cosa, de hecho, agarra la
tarta que hay encima de la barra y con toda la rabia del mundo se la estampa a
Giuseppe en la cara. Al pobre, de esta guisa, le ha desaparecido cualquier
rastro de prepotencia, y apartando bizcocho y nata justo a la altura de los
ojos, intenta ver algo, creo que sin conseguirlo.
–Paola, ¡pero
qué has hecho!, no te sulfures que te sofocas, atiende... –mi jefe intenta
calmar a la mujer, pero ya no hay remedio.
–Vale que
haya tenido que soportar tus flirteos con cuanta damita se te ha cruzado pero
esto... engañarme con un camarero, una especie de maniquí del tres al cuarto...
¡esto no te lo consiento! Recuerda este día, márcalo bien, porque a partir de
hoy te voy a dejar sin un céntimo, ¡quiero el divorcio y todo lo que me
corresponde! ¡¡Esto es la guerra Juan Carlos López, la guerra!! –y al acabar la
amenaza, tira del mantel de la mesa que acababa de preparar Giuseppe y elimina
de un plumazo todo el trabajo realizado. El golpe contra el suelo es
fulminante, tanto vajilla como cristalería saltan por los aires. Después decide
marcharse atusándose el pelo y forzando una malévola sonrisa. El señor Lopetti
mira al jefe de camareros intentando encontrarlo detrás de la tarta aplastada y
pregunta confundido:
–¿Alguien
puede decirme qué día es hoy?
–Hoy es dos
de febrero –contesto casi de carrerilla– la Candelaria y, aunque no importe
mucho, mi cumpleaños.
Comentarios
Publicar un comentario