VUELO DE PAPEL



“No me podrán quitar el dolorido sentir...”
Garcilaso.

“Una ciudad y un balcón”
Azorín.



Subamos a la torre más alta de la ciudad para probar nuestro mágico catalejo. Con él veremos hasta las cosas más pequeñas, incluso lo que ya no existe.

Allí abajo, un cúmulo de viento empuja la puerta de una biblioteca; entra sin pedir permiso y escala hasta la planta de los libros históricos. Rápido, planea sobre la mesa rectangular que preside la sala y abre un libro con fuerza. Una hoja de papel se rasga, se separa de las demás. Ahora es del viento, que la maneja a su antojo, un par de volatines en espiral. Ya está. Emprende el viaje.

Abandona la casa de los libros con diligencia y se escabulle por las calles compartiendo espacio con otros seres alados, (insectos dípteros y criaturas mitológicas, mezclados como en un gran secreto); también se cruza con partículas transparentes, con polvo en suspensión y con alguna colilla de cigarro que levita... en fin, el tráfico aéreo de una calle cualquiera. El catalejo se ha parado en una tienda regentada por chinos. Antes, en ese mismo sitio, se ubicaba el horno de pan de la señora Josefa. Los vecinos hacían cola para comprar las barras sobadas y las esponjosas magdalenas; era un escándalo el olor a pan recién hecho embriagando toda la calle. A la altura de la tienda de ultramarinos se mezclaba con el aroma salado de las sardinas, con el pimentón de la huerta y con el alcanfor. Nuestra hoja de papel no respira. Por eso a ella no le importa que estos olores se hayan mudado a otros lugares, o que hayan desfallecido por inanición.

La visión del catalejo cambia de lugar. Traspasa un muro para entrar en la casa de una familia estándar. Pablito juega con la videoconsola mientras su hermana escucha una canción de Lady Gaga. Mamá no ha llegado de trabajar y papá prepara tortillas francesas con atún y se acuerda de cuando era niño y jugaba en la calle hasta que su madre lo llamaba para cenar. Se acerca a la ventana y la abre, le ha parecido ver pasar volando algo de papel... el ruido que entra también es otro. El lenguaje de los coches y el trasiego de la gente, un ir y venir de voces y de pasos, y el vecino de abajo, que se ha comprado una guitarra eléctrica... La hoja de papel no tiene oídos. No le importan los decibelios ni echa de menos el silencio de una calle oscura, llena de charcos de barro y techada por la Vía Láctea.

Aquí, en la ciudad, el paisaje es otro. Las luces de neón intermitentes –impertinentes– seducen a los semáforos con sus guiños constantes. Los edificios modernos alardean vanguardias y reciben elogios, las fuentes rivalizan en belleza –y en medir cuál lanza el chorro de agua más alto–, y los cines estrenan alfombras rojas y películas, al parecer, al unísono y en perfecta armonía.       

¿Pero qué vemos ahora? La hoja de papel ha debido equivocarse. No ha podido ver una solitaria casa despidiendo humo por la chimenea en medio de este espectáculo de progreso. No ha podido verla porque carece de ojos. Es el catalejo mágico quien la ha situado por error en esta cosmopolita ciudad. ¿O no?, ¿acaso hay otra realidad?

Sí, está en el corazón de todo este despliegue de modernidad y opulencia. Se mezcla, todo se compacta, la ciudad es una miscelánea explosiva y brutal de formas de vida. En la periferia, las chabolas olvidadas y cubiertas de frío tiritan verdades que duelen, ocultan trapicheos y esconden sueños de niños bajo colchones mojados. En la fila del comedor social no han desenrollado ninguna alfombra roja, pero Marga, la chica comensal número treinta y dos, sí lleva puestos sus pendientes rojos de la suerte, porque mañana tiene una entrevista de trabajo. Se aferra a esa oportunidad. Los del banco le han dado un ultimátum...

Alzamos el catalejo y lo dirigimos a la lejanía, a los confines del horizonte. Aparecen negras figuras difuminadas. Son las huestes de una guerra invisible. La guerra del fanatismo. La religión que mata en nombre de un Dios. Esto no es nuevo, se repite una y otra vez a lo largo del tiempo como una letanía del espanto, como un grito cayendo al abismo.
Tiembla nuestra lente mágica, apunta hacia el cielo. Coronando en forma de cúpula la ciudad y algo por encima de la boina de contaminación, se deja ver una espesa humareda de números. Es la revolución informática. Mercados, culturas y sociedades se han unido.

Bienvenidos a la era de la globalización.

Buscamos a Héctor, el chico que trabaja en el invernadero. Él no entiende nada de todo esto. Prefiere jugar al tenis con su amigo Abdul y comprar cerveza de marca blanca porque sale más barata. Bueno, tampoco le importaría salir con la chica que baila bachata en el local de moda, pero eso, lo tiene bastante más complicado...

La melancolía se comunica con voz rasgada y con ecos de reminiscencia. Vive en el sexto piso de un edificio que obvia las nuevas tendencias. Allí el aire baila con los toldos de las ventanas. En el balcón principal hay una mujer sentada observándolo todo. Sus ojos van vestidos con los brillos acuosos de la tristeza. Dirige la mirada hacia un objeto volador; es nuestra hoja de papel, que hoy ha aprendido a escaparse de las bibliotecas. Alarga lánguidamente la mano. La atrapa.

Una frase destaca de las demás. Grabada con letras rojas, la mujer lee en voz alta:


No me podrán quitar el dolorido sentir.

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