ALEGATO
El abogado Benjamín Crespo mira detenidamente uno de los cuadros expuestos en la
sala número tres de la galería de arte nacional. Su mujer se ha empeñado en
llevarlo hasta allí para que pueda desconectar por un rato del bufete y de la
importante defensa que está preparando. A juzgar por la atención que muestra al
observar la pintura, parece haber conseguido evadirse de todo; tal es su
concentración que no mueve ni un solo músculo. Está tan absorto que su mujer se
acerca sigilosa y le comenta en voz baja:
–Pues sí que
te ha gustado el cuadro, ¿tiene algo de especial?
Él le
contesta sin dejar de mirar al frente:
–Lo tiene
todo. Lo que el pintor ha obviado premeditadamente, lo que ha dejado fuera para
fomentar la interpretación subjetiva, pero que de forma oculta, está sugerido
en las expresiones, en la luz y en el contexto casi jeroglífico que ha querido
reflejar a pinceladas...
–¿Ah sí?
–ella le mira pasmada– ¿Y qué tiene escondido?
–¿Quieres
saberlo?
Benjamín se
palpa la barbilla con la mano izquierda y comienza a analizar el cuadro de
manera minuciosa, tanto, que su mujer le escucha sin pestañear:
“Aparentemente,
solo se aprecia a unos bañistas que disfrutan de una tranquila tarde de playa.
La luz está llena de matices, se trata de una tarde de verano sin fecha en el
calendario, rotunda. Si el verano durase un día, sería ese. El mar está calmado
y hay gente metida en el agua. En la orilla, una pareja mantiene una
conversación que no podemos escuchar, pero que a buen seguro tiene algo que ver
con la decisión que deben tomar mañana a la hora de comer, que será sábado, o
domingo, ya que la tía Ingrid, tía por parte de madre de ella, cocina bastante
mejor que la madre de él, que apenas sabe distinguir un frito de un asado, y en
esas están sin percatarse lo más mínimo de la mujer que, oculta en la escena
por el pintor, permanece sentada en una tumbona bajo la sombrilla. A sus
ochenta años, esta es la primera vez que ve el mar. No le ha quitado ojo en
todo el día. Tiene las pupilas llenas de agua de tanto mirarlo. Se encuentra
totalmente agradecida a la vida porque, a su edad, ha podido cumplir el sueño
que su amor, su compañero de travesía, no pudo llevar a cabo por partir a la
otra orilla demasiado pronto...”
La mujer de
Benjamín intenta que su marido hable más bajito. Su entonación va tomando brío
y la gente de alrededor comienza a prestarle atención:
“...Es
ecuánime, y a las pruebas me remito, que todo el cuadro goza de una belleza
subyacente y misteriosa. Me dirijo ahora al fondo. A la costa y a las rocas
gigantes que la componen. Capaces de resistir los embates del mar de forma
heroica y de dejarse moldear por el agua caprichosa. Ahí, ahí tenemos uno de
los puntos fuertes que el pintor ha querido plasmar. Sí señores, porque,
adheridos a las rocas bañadas por la luz dorada de la tarde, se encuentran los
cangrejos Heike...”
–¿Los
cangrejos qué? –la mujer de Benjamín abre los ojos como platos. Ya no sabe
dónde meterse– Anda... Benja... baja la voz, ¡mira!, ¿no te gusta este otro
cuadro? ¡Ay!, pero si tiene caracolas –le dice mientras sonríe a las personas
que se arremolinan alrededor de ellos. Benja, en cambio, se viene arriba y
continúa con su alocución:
“...¡los
cangrejos Heike, llegados a estas costas provenientes del Japón! Crustáceos que
llevan grabados rostros humanos en su caparazón. Los más mayores cuentan que
dos grandes clanes de Samuráis se enfrentaron en una sangrienta batalla naval.
Los Heike fueron derrotados. El emperador era solo un niño de siete años a
punto de ser atrapado por los enemigos del clan. Jamás podrían pasar por una
humillación así. Antes de que esto pudiese ocurrir, su abuela lo cogió en
brazos y los dos se hundieron en el mar. Años después los pescadores
encontraron unos cangrejos que llevaban marcadas en su cubierta dura, en su
escudo natural, las caras de los Samuráis fallecidos...”
Benja da un
pequeño brinco y se sube a la banqueta de madera que ocupa el centro de la
sala. Sigue analizando el cuadro con tanto ímpetu que la gente se acerca
sorprendida. Algunas personas sonríen con disimulo, otras escuchan con gran
interés.
“...Y
llegamos al punto álgido de la obra. Señoría, quiero poner mi atención ahora en
los personajes centrales. Los que, en primer término, acaparan el protagonismo
del lienzo. Empieza ahora el verdadero argumento, el quid de la cuestión.
Desde la
orilla, caminamos por la arena clara siguiendo las huellas más recientes. Nos
conducen hasta una mujer joven y dos niñas que están utilizando la ducha de la
playa. Las pequeñas han disfrutado un montón del mar, esperando la ola para
saltar y zambullirse en el agua. Han chillado, reído e ingerido agua de mar a
partes iguales. Pero ya es la hora de marcharse. La mujer joven es su niñera.
Se ha pasado todo el día pendiente de ellas y está algo cansada. Sin embargo,
le apetecería salir por ahí y comerse un helado. Es alegre y muy guapa.
Aprendió a escribir a máquina cuando era pequeña y ahora quiere montar una
academia de mecanografía. Aunque antes, necesita sacarse un dinero. No tiene
novio. Le gusta un hombre de su barrio, pero está casado.
Algo
apartado, en medio del cuadro, un hombre dirige su mirada hacia ellas y observa
cómo las chicas se limpian la arena. El pintor ha colocado los finos hilos de
agua que caen de la ducha utilizando una perspectiva o efecto óptico, con la
intención de que parezca que el agua cae sobre él. Y aquí quiero llegar yo...
¿Puede ser esta otra indicación de lo que está por venir? ¿Es la ducha el
centro de todo, el símbolo de algo, la pista a seguir? ¿Y no es menos cierto
que, en los profundos ojos de ese hombre, tenemos la certeza absoluta de la
sombría personalidad que posee?
Señoras y
señores del jurado, aquí presento mi teoría, las pruebas irrefutables de lo que
va a ocurrir, ya que las pinceladas no dejan ningún rastro de duda...”
–¡Ya sabía yo
que tanto litigio no podía traer nada bueno! –Sentencia suspirando la paciente
señora de Benjamín, que, apoyada en la pared, presencia resignada el
espectáculo de su marido.
“...Expongo
ante este tribunal los hechos que se llevan a cabo en la noche de autos. El
hombre, aprovechando la agradable brisa marina, camina hacia a ellas y se
presenta de manera respetuosa. Dice ser periodista y pide permiso a la mujer
para hacerle unas preguntas, está de visita en la ciudad y necesita realizar un
trabajo de campo sobre la cultura y la gente de ese lugar. Se muestra muy
amable. Las niñas viven cerca y decide acompañarlas dando un paseo. Sin querer
ser indiscreto, espera en la puerta de la calle a la mujer joven durante media
hora. Ella aparece muy cambiada, con un vestido verde y el pelo suelto.
Utilizando una gran elocuencia, la convence para seguir charlando sobre la
ciudad y sus tradiciones. Se sientan en una terraza y prosiguen la entrevista.
Él despliega todos sus encantos, es atractivo y conquista con su impecable
conversación. Termina invitándola a su habitación de hotel, con la intención de
enseñarle unas fotos... y entonces...
Señoría, no
pretendo obviar la imprudencia de esta mujer, que se dirige hacia la boca del
lobo, pero es importante conocer todos los detalles...
Él, al cerrar
la puerta, cambia de golpe el gesto. Varía el tono y se vuelve agresivo. Ella
lo capta enseguida e intenta salir huyendo de allí, pero es demasiado tarde. La
agarra bruscamente arrojándola sobre la cama y comienza a desnudarla, ella se
defiende, forcejean, le araña la cara. Pero no es suficiente.
Miembros del
jurado, es aquí cuando mi defendida utiliza el instinto de supervivencia,
alarga el brazo, busca a tientas algo con la mano, coge el cenicero de vidrio
de la mesilla de noche y, con todas sus fuerzas, golpea con él la cabeza del
agresor. Muere en el acto. Ha sido un golpe certero.
Quiero
subrayar que todo ha ocurrido en defensa propia, que esta mujer ha sido
agredida y humillada, que no ha tenido otra opción. Por eso, señoras y señores
del jurado, en sus manos está que la justicia prevalezca y que en su veredicto
la declaren INOCENTE.
Señoría, mi
alegato ha terminado, no tengo nada más que decir.”
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