EL VESTIDO BLANCO



Abro la puerta de la calle y encuentro una caja de cartón sobre el felpudo. No sé cuánto tiempo llevará ahí, en el pasillo no hay nadie. La observo por los laterales y veo que no tiene remitente ni destinatario. Ni siquiera está precintada. Llamo a mamá. Ella no ha pedido nada, dice, pero la mete en el salón y cierra la puerta. Dentro de la caja hay un vestido blanco con puntillas en el cuello y en los puños. Mamá lo coge por los hombros y lo extiende en el aire. Tiene botones forrados de raso en la espalda y una capa de gasa le cae desde la cintura hasta los pies. Está descolorido y viejo.

La abuela Luisa suelta un gritito desde su mecedora.

–Madre, ¿sabe usted algo de esto?
–¡Yo qué voy a saber, hija! –contesta sobresaltada. Y como si no fuera con ella, vuelve a sus agujas de ganchillo, meneándolas sin saber muy bien por dónde debe continuar la labor.
–Esto va a ser cosa de la tía Rosa, ¡ya verás!, después de comer iré a su casa, a ver qué tiene que explicarme –comenta mamá con cierto retintín mientras observa con atención el vestido–, pero, si se cae a trozos, debe ser del año de María Castaña –afirma esperando respuestas por parte de su madre, pero ésta no tiene intención de contestar. Ha entrado en una especie de trance. Estira del hilo y luego lo recoge de nuevo en el ovillo sin poder apartar la vista del vestido. Abandona las agujas sobre su regazo. Ya no hay tarea que valga. ¡Para qué! Lleva más de una semana en el mismo punto... sigue a mamá con la mirada y cuando al fin sale del salón, me llama con voz flojita, haciéndome su cómplice.

–Psssss ¿Dónde está? –pregunta, y yo me asomo y vuelvo...
–En la cocina, pelando patatas.
–Ah, vale... –susurra. Y se acerca al vestido para acariciarlo como si estuviera tocando algo imposible, irreal. Luego cierra los ojos y sonríe.

De un tiempo a esta parte, la sonrisa de mi abuela Luisa se ha duplicado. Creo que le ocurre desde que va perdiendo los recuerdos por la casa. Se desprenden de ella y caen despacio, acumulándose por todas partes y adhiriéndose a las cosas; a la alfombra, a la madera, a los rincones y a las baldosas... no son invisibles para mí, yo puedo verlos salir de su mente y abandonarla sin ningún remordimiento, dejándola hueca poco a poco...
Por las noches avanzan por la casa, se restriegan por las paredes y buscan mi habitación.

Aprovechan los momentos en que estoy dormido para entrar en mis sueños.

Y veo a una mujer joven que elabora con maña sillas de enea mientras canta canciones de Carlos Gardel, y las manos de un hombre que rodean su cintura y redondean su vientre al abrazarla por detrás, escucho risas y anhelos, siento la niebla fría de las mañanas y huelo el aroma de las sábanas blancas tendidas al sol; luego suena el eco sordo y oscuro de una noche negra que se rompe a disparos y distingo la tapia de un cementerio. Un hombre yace tendido bocabajo en el suelo... hay una capilla adornada con flores y una novia esperando; pero él no llegará, y el vientre de la mujer que traba la enea va creciendo, y una niña llora por primera vez en la cama sangrante de una habitación sin luz...

Me despierto alterado y percibo otros sonidos que vienen del pasillo. Intuyo la procesión de mi abuela, la de cada noche, arrastrando sus pasos hasta el baño para vomitar sus penas, las que ya no recuerda, las que ya no llora por el día pero que le asaltan de noche en sueños, como a mí...

Por las mañanas encuentro revoloteando por el baño sus lágrimas grises. Algunas se esconden en mis rizos y salgo con ellas a la calle. Me acompañan en el tren, camino de la universidad, y caen en el pupitre, a la altura de la pregunta seis del examen de historia. Las aparto con la mano. No dejan que me concentre. A la vuelta de nuevo en el tren, mezclados entre el resto de estudiantes, encuentro rostros antiguos que me miran con ojos indelebles. Luego, al llegar a casa, me topo con la sonrisa de la abuela Luisa. Me llama Fermín o Ramón y como nunca acierta mi nombre, termina llamándome “chico”.            

Ahora mi madre irrumpe en el salón y la sorprende con el vestido blanco entre sus manos. Da un respingo.
–Qué, madre ¿le va sonando de algo?
–No hija, pero tiene muy buena tela...
Otra mentirijilla más, siempre anda escabulléndose. Como cuando entra a escondidas en la cocina para comerse el queso en aceite que tanto le gusta y que esa quisquillosa doctora le ha prohibido solo porque le tiene manía...

Después de comer, mamá desaparece. Probablemente va a casa de la tía Rosa, para que le explique si la caja tiene algo que ver con ella. Mi madre sabe más de lo que calla, pero necesita respuestas. Porque sí. La abuela le oculta cosas. Como que la tuvo que criar sola, en un tiempo hostil y despiadado, mendigando su dignidad para conseguir el alimento, hasta que aquel hombre bueno las recogió de la calle y le puso sus apellidos...

A la abuela se le ha encendido una luz en los ojos al quedarnos solos. Con mucho cuidado coge el vestido, me guiña un ojo y pide que la espere. Se toma su tiempo y cuando regresa, parece otra. Lleva puesto el vestido blanco y una flor artificial en el pelo suelto y gris. Su enjuto cuerpo aún se amolda a las puntillas pero no rellena el talle. Me pide el brazo con la mayor de las sonrisas, y ante eso, yo no puedo negarme. Cuelga un beso para mamá en la percha de la entrada y, cogidos del brazo, salimos de casa.

Ella me guía, de repente tiene una fuerza extra, camina deprisa por las cuestas y salta en los desniveles de las aceras. Es un espectáculo verla arrastrando la cola del vestido, en plena conjunción con el viento que mece la gasa y tersa las arrugas de su cara. Algunos niños nos siguen tímidamente, formando un peculiar cortejo. Bajamos la ladera verde y subimos un puente. Serpenteamos por calles estrechas y, al llegar a un callejón oscuro, mi abuela se detiene obligando a parar a la joven comitiva. Comienza a llover.

Pasa sus afilados dedos por mi cara.
–A partir de aquí sigo yo sola –me dice con rotundidad–, chico, estaré bien.

Se suelta de mi brazo y continúa. Del fondo oscuro emerge un hombre joven de porte erguido, traje recto y sombrero. Caminan el uno hacia el otro.
Y yo, rodeado de niños, asisto a la imagen más bella que nunca he visto.

Abrazados, ambos se desvanecen bajo la suave lluvia de color sepia.


           

Comentarios

  1. Aunque fue larga la espera, cumplieron su sueño,una boda para la eternidad¡¡¡

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  2. Siiii, muchas gracias Nicole, un placer tenerte por aquí!

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