ALFIL NEGRO
No aguanto el desorden. Altera mis constantes vitales. Se me cierra la
ventana del aire y se nublan los colores de mi campo de visión. Desde que vivo
con Pablo, tengo frecuentes ataques de histeria provocados por su absoluta
incapacidad para colocar las cosas en el sitio que les corresponde. Él es la
antítesis de mi desarrollada meticulosidad, esa que, a través de estructuras
metódicas y pulcras, me ayuda a ejercer de maestra infantil, y en general, a
organizar cualquier eventualidad. Solo así tengo el control de las cosas.
También
afecta a mis sueños. Últimamente me visitan los más variados inquilinos del
subconsciente; clásicos como las escaleras de caracol o los pasillos
inacabados, originales relojes de numeración aleatoria, percheros con ojos y
paragüeros con pies, calles pavimentadas de vidrio que dejan ver ríos de lava,
surrealistas casas donde nada está en su lugar... ¡nada!, y para mi
desesperación, no puedo colocar ni un solo objeto en su sitio porque tengo los
brazos pegados al cuerpo.
Hace
unas noches soñé algo que llamaré “indefinible”. Inspirado tal vez en mis
persistentes ruegos a Pablo para que no mezcle sus discos con mis libros, pero
que él, debido a su naturaleza innata, obvia por completo.
El
sueño comenzaba en la cama. Aún lo recuerdo con detalle. Yo me despertaba sobresaltada porque había escuchado un
ruido. Me levantaba y, sigilosa, recorría el pasillo –laaaaaargo y oscuro–
hasta el salón. Entonces encendía de golpe la luz y... allí estaban...
El
cantante Jim Morrison tenía acorralada a la institutriz Jane Eyre en el rincón
de la ventana, y ella clamaba al cielo mientras él la llamaba “carita de
porcelana”.
En
la mesa baja de mi rectangular salón se extendía el tablero de ajedrez con una
partida en juego. Nadie movía las piezas, pero allí se estaba gestando una
batalla y varios Peones, algún Caballo y una Torre Blanca habían caído en
combate. El momento era propicio para que las huestes oscuras avanzaran. El
Alfil Negro debía proteger con su vida al Rey, y todo hubiese salido según lo
previsto si los lamentos de una dama en apuros no se hubieran colado en el
escenario bélico. Jane, la institutriz, pedía a Jim, el cantante, que se
comportara como un caballero, y lo apartaba con las manos –sin mucho ímpetu–
mientras se hacía la ofendida. Él, con pantalones de cuero y torso desnudo,
parecía disfrutar de ese juego, intentando besarla una y otra vez. El Alfil
Negro desvió la mirada hacia la ventana y decidió acudir en su ayuda,
abandonando el campo de batalla para salvarla y dejando indefenso a su Rey, que
murió poco tiempo después a manos de la Reina Blanca. Desde aquel momento, la
Reina Negra montó en cólera y con el cuerpo de su esposo aún en sus brazos,
juró que acabaría con aquel desertor al que, automáticamente, expulsó del
Reino.
Pero
al ajedrecístico caballero negro no le dio tiempo de defender a su dama, ya
que, de pronto, el escenario cambió... porque eso es lo que tienen los sueños,
que carecen de racionalidad y lo absurdo toma el mando utilizando una brújula
sin norte, mezclando atmósferas a su antojo y haciendo surgir catedrales y
pantanos cenagosos en medio de desiertos; y el aire puede ser rojo, y un aroma
saber a terciopelo o a hiel. Puedes salir de la más terrorífica pesadilla y
aparecer en la Antártida, donde cánticos de gorriones anuncian una primavera de
cerezos. Y en los cerezos, adheridos a sus ramas, diminutos carruseles
consiguen dar vueltas junto a norias de papel.
Por
ello no me resulta extraño que de repente, institutriz, cantante, oscuro Alfil
y yo, fiel espectadora, comenzáramos el segundo acto de mi sueño en las
alturas, manteniendo el equilibrio en estrechas cornisas de mármol de edificios
gigantescos, casi rascando el cielo, con el vértigo empujándonos por la espalda
y caminando de lado para no caer. Es curioso lo real que puede parecer todo y
la angustia que llega a causarte un peligro, pero no tengo percepción de mucho
más. De cómo el Alfil Negro se enamoró de la belleza de Jane y de por qué Jane
acabó rindiéndose a los encantos de Jim, solo ellos lo saben, quizá fuera el
ulular del viento, que enardecía los instintos y hacía vibrar hasta la textura
compacta y cristalina del mármol, pero el hecho es que cuando al final aquellas
enormes plumas voladoras nos rescataron, todo cambió. Yo embarque junto al
Alfil en una de Pavo Real. Jane y Jim, cogidos de la mano, se subieron a una
pluma de Cisne Blanco, mucho más ligera y rápida. Volaron lejos, lejos, hasta
que dejamos de verlos. Mi acompañante, muerto de celos, comenzó a mover nuestra
nave, agarrando el aire invisible para poder ir más deprisa, pero solo
conseguía que nuestra hermosa alfombra mágica se desestabilizara. Sus celos
iban en aumento. Él no había traicionado a su Rey para nada, y ahora,
desterrado de su Reino, no tenía ningún sitio a dónde ir. Su ira crecía, y la
pluma no aguantaba, ¡y los dos caíamos al abismo!
Entonces...
desperté.
Ya
había amanecido. La luz se filtraba por las rendijas de la persiana.
Me
di la vuelta para abrazar a Pablo. Aquella noche llegó muy tarde porque tuvo
concierto. Le di un beso y dormido me llamó “carita de porcelana”. Fue ahí
cuando noté que algo se clavaba en mi mejilla. Sobre la almohada, entre los
dos, había una pieza de ajedrez. Sí.
El
Alfil Negro.
Me
levanté y lo coloqué en su lugar. Entre el Caballo y el Rey.
Mi
obsesión por el orden no tiene límites. Las cosas tienen que estar en su sitio.
Y ordeno, ordeno, ordeno. Pero hay algo que se ha vuelto contra mí. El dichoso
Alfil Negro.
Todos
los días lo pongo en su lugar. Y al rato, aparece al lado del perfume, o dentro
del bolso, o en la mesilla de noche... hace dos días estaba entre los
cuchillos, y Pablo se hizo un corte en el dedo al coger uno. También fue mala
suerte que, ayer, el puñetero Alfil pululara por el suelo y que Pablo lo pisara
y cayera de espaldas golpeándose la cabeza...
Por
eso decidí zanjar el asusto. Cogí la pieza, salí a la calle y me deshice de
ella tirándola a la basura –al contenedor amarillo, claro–. Después me quedé
más aliviada, ¡mucho más!
Pero
esta mañana, al despertar, El Alfil Negro ha reaparecido sobre la almohada,
justo entre Pablo y yo. Lo he cogido. Lo estoy apretando dentro de mi puño.
Necesito dormirme de nuevo. Pienso en Jane Eyre y en Jim Morrison, pienso en
las plumas voladoras, en las cornisas de mármol, en la Reina Negra... ¡Debo
regresar! Tengo que devolver esta peligrosa pieza de ajedrez al mundo de los
sueños. De donde nunca debió salir.
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