Febrero
soy yo. Ella, la Araña.
Me
faltan tres días. Solo tres días. Y llegaré hasta ella. Llevará puesto un
vestido naranja. Con volantes. Y en el vuelo del aire se intuirá una melodía
que no será oída. Un piano callado hablará mudo. Y entonces le diré:
–Estás
igual que siempre, no has cambiado. Larguirucha flacucha.
–Enano
consentido –Contestará.
La
rescataré de esa tela opresiva y saldremos de allí, marcha atrás en el
calendario, recordando aquel día...
nos
habíamos vestido de fiesta, nos habíamos acicalado como si estuviéramos a punto
de inaugurar un castillo, nos habíamos llenado de lentejuelas y pajaritas como
para ir a la ópera. Ella, tan arbórea, ondeándose en las alturas, y yo, tan
cerca del suelo, solos por la calle, nevando. ¿Adónde íbamos así?
Desentonando
en el restaurante, cenamos langostinos bañados en miradas. Y ella se reía
porque yo titubeaba al hablar todo el rato; pero eso fue antes de que un gato
saltase sobre nuestra mesa y levantase el mantel con las uñas.
Y
con la ropa llena de cena, la Araña besó a Febrero. Y él creyó comerse un poema
con alas de mantequilla. Mientras tanto, en un ángulo de la ventana se había
formado un óvalo de nieve. Dentro, una Araña intentaba en vano rebasar la
altura de los blancos muros. Marzo ya se anunciaba, acechando sigiloso.
–¿Arañas
en Febrero? –carcajeó la Araña más naranja de todas.
Y
luego nos quisimos durante un cierto tiempo.
Ella
tejía telas de hielo, y yo me posaba en su fantástico cuerpo de múltiples
vértices, huesos invertebrados enredados en mi frío.
Y
así nos quisimos durante un cierto tiempo.
Veintiocho
de Febrero:
Hoy
Ella desaparece.
Se
desvanece de mis ojos, dejo de verla. Perdida en una bruma, se aleja, se aleja.
Pero he podido ver a alguien tirando de ella, no se va sola, no, ¡se la llevan!
Y
me hablan de un accidente, de una ladera…
Mas
yo sé toda la verdad.
En
su óvalo de nieve, Marzo tiene cautiva a mi Araña.
Y
a mí me faltan tres días, ¡solo tres días para alcanzarla!
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