VOLGA
En la calle comercial caben muchos ruidos. Conversaciones vivas, músicos ambientando
adoquines y áticos, pasos, risas, sonidos metálicos. El silencio solo se atisba
en la boca cerrada del mimo que aparenta ser una estatua egipcia. Pero no se
escucha nada su silencio, porque la música de las tiendas lo llena todo, y no
hay espacio para más. Me detengo a mirar los escaparates.
Un crío
aparece de la nada y me da un buen pisotón. No sé si lo ha hecho a propósito,
creo que sí, porque he sentido su gravedad premeditada aplastándome el pie.
Pero él se da la vuelta poniendo cara de despistado, me mira, y no se disculpa.
Le agarro de un brazo. En ese momento, veo a un hombre saliendo como una
exhalación de la tienda de deportes. Viene en picado hacia mí. Ha tardado unos
cinco segundos en llegar a mi altura, pero a mí me ha parecido que esa corta
distancia se estiraba en el tiempo. Suelto al crío. “¡¡Eeehhh!! ¿Qué es lo que
pasa?”, pregunta, con aire de macarrilla crecidito. Y yo le explico que el
chaval me ha pisado con toda la intención, pero él no me escucha y arguye que
ya me vale, que zarandear y hablarle mal a un niño, que no tengo educación y un
montón de cosas más. Y sentencia: “¡Has agredido a mi hijo, y eso no lo pienso
consentir!” Vaya por Dios. Con el padre hemos topado. Me voy hacia el niño, que
ya tendrá unos doce años, y le pido que cuente qué ha pasado, pero el niño
juega a ser mudo. Le ruego al padre que se calme, pero el tío me mira como si
yo fuera una asesina de niños. Se cruza de brazos para bloquear cualquier
intento de comprensión. No hay argumentos. Caso cerrado. Es esa ignorancia
obtusa que tapona todas las puertas de salida. Estas situaciones me desesperan.
Empieza a subirme la rabia.
Yo, rabiosa,
ardo. Como cuando tenía que aguantar las bromas de mis cinco hermanos. Siempre
encontraba algún bicho asqueroso al abrir el estuche de los lápices, olores
fétidos en mi cajón de ropa íntima, o el pan de la merienda vacío, sin la onza
de chocolate. Al principio pataleaba y me ponía roja como un tomate. Pero mi
venganza nunca tardaba en llegar... y superaba con creces cualquier barrabasada
que ellos pudieran hacerme.
También
recuerdo chillar de rabia, unos años después, en el “precipicio de los gritos”.
Yo tenía un
novio músico. Fue su sonrisa de pícaro y esa manera de entornar los ojos, como
si siempre tuviera un sol delante, lo que en un principio me atrajo de él. Más
tarde descubrí el poder de sus manos, capaces de acariciar mi piel por mil
sitios a la vez. Sus dedos hábiles componían melodías con las teclas de mi
columna vertebral. Sus dedos iluminaban cósmicos agujeros negros. Sus dedos
tocaban el saxofón en la banda municipal.
Una noche lo
atropelló el hijo del alcalde. Y se murió. A veces pienso que fue por el beso
que me dio al despedirse. Duró unos quince segundos. Si los añadiéramos al
reloj del tiempo, posiblemente, todo cambiaría. Porque mi novio músico
caminaría por la calle principal con quince segundos de ventaja, y el hijo del
alcalde conduciría su coche quince segundos más atrás y no habría que
preocuparse de su ebrio pilotaje; mi novio podría detenerse un momento a
abrocharse el abrigo si sintiera frío, podría hacerlo porque llevaría quince
segundos de ventaja, tiempo más que de sobra para cruzar el paso de peatones
antes de que el hijo del alcalde se saltase el semáforo en rojo, y no habría
que lamentar nada si mi novio músico no se hubiera demorado quince segundos en
besarme, y al día siguiente sería domingo, y él tocaría el saxofón en la banda,
y después nos iríamos a comer costillas al asador de las brasas, y yo me
mancharía la camisa de salsa barbacoa...
Pero no, él
se murió. Y al día siguiente, en lugar de comer costillas a la brasa, corrí
como una loca por la ciudad. La atravesé y llegué al “precipicio de los
gritos”. En realidad se llama “Mirador de la Blanca Muerte”, pero a mí no me
gusta nada ese nombre, estoy en total desacuerdo con él, porque la muerte es
negra, negra, y bien negra. Así que yo le llamo de esta otra manera;
“precipicio”, porque tiene una pared vertical muy pronunciada que desciende
hasta los pies de la ciudad baja, desde allí pueden verse los tejados de las
casas blancas y el laberinto de calles diminutas. Añado “gritos” al nombre
porque es allí donde se consigue escuchar la voz del viento. Pero no de un
viento cualquiera...
Es
el viento procedente del lugar más remoto que existe, llega hasta la
civilización con grandes ínfulas y aliento rasgado, embiste los edificios,
redondea las esquinas y taconea en los tejados como si fuese el ruido de todos
los sueños. Luego arremete contra la gran pendiente del
barranco, escala, la culmina y ¡grita!
Si llega
cansado suena a quejido o a lamento, pero si alcanza la cima con toda su fuerza
puede escucharse un aullido apoteósico, como el alarido victorioso de un Dios
mitológico.
Aquel día,
sin embargo, yo grité más fuerte que el viento. Conjugué a pleno pulmón el
verbo “joder”, en el presente de indicativo, en el pretérito imperfecto y en el
pluscuamperfecto, y luego seguí con todos los insultos que se me ocurrían, los
chillé todos, y cuando ya no sabía con que continuar, grité un color, y un
nombre, y un río de Rusia. “¡Volga!”, grité, “¡¡Volga!!”, cuatro o cinco
veces... sí, aquel día suicidé mi rabia por el precipicio, y cuando me quedé
sin voz, me fui a mi casa.
Mucho,
muchísimo más tarde salió el juicio. Y el hijo del alcalde no fue a la cárcel.
Se fue a vivir a otra ciudad. Se fue a ¡vivir! Ilusa de mí, creer en la
justicia, pero, ¿qué puede hacer la justicia contra el poder? ¿Alimentarse de
él?
El macarra continúa
mirándome como si me perdonase la vida. Y amenaza con ponerme una demanda por
agresión a un menor. Yo solo tengo una forma de defenderme. Porque sé que es
inútil cualquier intento de conciliación. Le lanzo una palabra que me viene
sola:
“¡¡Volga!!” Y
tiene el mismo efecto que un gancho de izquierdas. Noqueado lo he dejado.
Cuando reacciona, yo ya me he ido. Y le oigo decir, mientras me alejo:
“En español,
¡eh!, ¡a mí me hablas en español!” Y me río. Con una risilla, al fin y al cabo,
triunfante.
Dejo atrás la
calle del ruido, sin darme cuenta camino por otra calle que contiene
autobuses y bicicletas con cestas de
flores, escudos de armas sobre puertas góticas y fachadas grises. Y presiento
otra ciudad, la que no veo, pero que oigo respirar como si le doliera un
costado; el tedio líquido que tragan las alcantarillas, el blanco, el negro y
un cielo azul que sigue el curso de la calle como si fuera un río invertido. Y
yo sé dónde desemboca ese río, en un mirador de nombre discutible, en una caída
libre; un cielo como un río cayendo en cascada sobre casas blancas y marañas de
caminos, no puedo perderme tal acontecimiento, sería como cerrarle los ojos a
la vida. Sigo el curso del cielo hasta el precipicio de los gritos. Necesito
escuchar la voz del viento.
Río invertido
y yo irrumpimos en la soledad del mirador. Yo me sujeto al borde, pero el cielo
de agua sigue su camino, desciende por la pared abrupta del desfiladero y cubre
la ciudad baja, la anega de azul. Me siento a observar, a escuchar, en la cornisa
encalada. Hoy, el viento, tiene el aullido de un lobo que mira la luna.
No muy lejos,
presidiendo la altura del lugar, se encuentra una iglesia semiderruida, en
estado de lenta desaparición, resistiendo solo por los pilares que ya no
aguantan ningún techo. Hay que ver, ¡qué sitios elegía el clero para levantar
sus fortalezas!
Recuerdo las
clases de religión. Cuando le preguntaba al Dios del que me hablaban los curas
que por qué yo tenía que compartir habitación con mis cinco hermanos mientras
que Carmencita Díaz, mi compañera de pupitre, disfrutaba de un dormitorio para
ella sola; también convenía con él en lo injusto que era dotarme de unos ojos
pequeños y de color mate oscuro cuando los de ella eran inmensamente verdes.
¿Cuál era la razón por la que siempre tenía que vestir ropa heredada
masculina?¿Qué terrible pecado había cometido para salir tan mal parada en el
reparto divino?
Así pasaba yo
las horas de catecismo. Preguntando en silencio a Dios. Hasta que un día, Dios
me contestó. Al volver del cole. En el parque. En la mirada de una niña que se
me acercó. Iba descalza, despeinada y manchada de tizne negro. Yo estaba
sentada en un banco, abriendo la boca para morder un plátano que mi madre me
había echado en la cartera... pero la niña lo mordía desde su mirada suplicante
con muchas más ganas que yo. Alargué el brazo, y se lo ofrecí. Ella lo cogió
como quien consigue algo muy valioso. Comía despacio, con los ojos cerrados, y
tardaba en tragar, porque quería retener en el paladar ese placer jugoso de oro
blanco. Aparentemente estaba ahí, delante de mí, pero yo creo que se había
transportado a otro lugar. Seguro que flotaba entre nenúfares en algún jardín de
Babilonia. Cuando terminó, abrió los ojos. Asió mis manos y me las besó. Hasta
entonces, nadie me había besado las manos... y después se fue. Con sus pies
descalzos y una sonrisa que ocupaba todo el parque.
Y yo no volví
a quejarme más. Ni de compartir habitación con mis cinco hermanos, ni de usar
el mismo abrigo todos los inviernos. Aunque reconozco que seguí deseando tener
los ojos verdes y brillantes de Carmencita Díaz.
Un
gato pardo, sucio y despeluchado, sale de uno de los huecos ruinosos que se han
formado entre las únicas piedras vivas de la iglesia. Bordea la figura de un
arco imaginario y lo usa como distancia
de seguridad para acercarse a mí. Unos tres metros, más o menos. Salta a la
cornisa y se sienta apoyándose en sus patas traseras. Me muestra un desinterés
buscado. Quiere hacerme creer que no le importa que yo esté allí. Que no me teme.
Podría pedirme un plátano ahora mismo, y darse un baño en un barreño de agua
caliente, aunque sea un gato... pero prefiere hacerse el interesante. Es ese
orgullo que todo ser viviente tiene; esa lucha por no ser un mero
acontecimiento que pasa y se olvida, esa dura batalla para no ser invisible,
para no notar apatía o desinterés en la respuesta de alguien... porque sufrir
la indiferencia es peor que no existir.
Y los dos nos
dedicamos a contemplar; nos llenamos los ojos de paisaje abierto de luces y brillos,
casas y tejados, y los dos respiramos olores húmedos de agua azul, y los dos
oímos gritar una palabra:
¡¡Volga!!
Sin saber muy
bien de dónde ha salido. Quién la ha pronunciado. Si ha sido el río que ahora
es cielo y cubre la ciudad baja, o la boca del vértigo que vive en el vacío.
Pero ha sonado a aullido de lobo que mira la luna. Y el gato, por primera vez,
me mira. Se ha establecido algo parecido a una “complicidad”, entre él y yo. Y
así estamos, los dos, sin contarnos nada. Pero estando. Siendo. Existiendo.
Y luego
decido irme, porque tengo un poco de frío. El gato se ha quedado quieto, como
si le importase un bledo que yo me fuera. Pero al alejarme, comienza a seguirme
respetando la distancia de seguridad que él ha fijado. Me vuelvo y lo ahuyento
con los brazos. “Vete, quédate ahí, no puedes venir conmigo”. Él titubea, se da
la vuelta y, al cabo de un rato, dejo de verlo.
Camino por
las mismas calles de antes, observando los mismos edificios aunque parezcan
otros, porque durante este tiempo una brocha gigante los ha debido untar de
barniz dorado. Y me cruzo con personas, que no son las mismas, pero lo parecen.
Y siento como una certeza taladrándome la nuca, la presencia de alguien, sus
pasos. El cuidado que tiene para no ser visto. Camuflándose entre la gente.
Los transeúntes
transitan, ese es su cometido, se apelotonan o se dispersan, dependiendo de los
horarios o del estado meteorológico. Algunos me miran con semblante aburrido.
No pueden adivinar lo que ronda por mi cabeza, como yo no puedo saber si hoy se
les ha quemado o no la comida del horno, o si tienen un hijo que va pisando por
ahí a la gente. Y menos mal, porque si tuviéramos que estar al tanto de la vida
de cada persona que nos encontráramos por el camino, nos volveríamos locos. Bueno,
a veces nos volvemos locos sin ni siquiera conocer bien nuestra propia vida,
pero eso es problema de la “psico” humana, creo. Si uniéramos todas las “psico”
del mundo, nos daría de sobra para construir una nebulosa en el espacio. O
quizá dos.
Entro en un
bar. Para tomarme un café y para que mi perseguidor se detenga. Me siento en
una mesa cerca de la ventana. Entonces le veo. Allí está, en la acera de
enfrente. Mirando hacia la cafetería.
Con los ojos
entornados. Como si tuviera un sol delante.
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