Yo tenía un novio músico. Fue su sonrisa de pícaro y esa manera de entornar los ojos, como si siempre tuviera un sol delante, lo que en un principio me atrajo de él. Más tarde descubrí el poder de sus manos, capaces de acariciar mi piel por mil sitios a la vez. Sus dedos hábiles componían melodías. Sus dedos iluminaban cósmicos agujeros negros. Sus dedos tocaban el saxofón en la banda municipal.
Una noche lo atropelló un hombre que conducía ebrio. Y se murió. A veces pienso que fue por el beso que me dio al despedirse. Duró unos quince segundos. Si los añadiéramos al reloj del tiempo, posiblemente, todo cambiaría. Porque mi novio músico caminaría por la calle principal con quince segundos de ventaja, y el hombre ebrio conduciría su coche quince segundos más atrás y no habría de qué preocuparse; mi novio podría detenerse un momento a abrocharse el abrigo si sintiera frío, podría hacerlo porque llevaría quince segundos de ventaja, tiempo más que de sobra para cruzar el paso de peatones antes de que el hombre ebrio se saltase el semáforo en rojo, y no habría que lamentar nada si mi novio músico no se hubiera demorado quince segundos en besarme, y al día siguiente sería domingo, y él tocaría el saxofón en la banda, y después nos iríamos a comer costillas al Asador, y yo me mancharía la camisa de salsa barbacoa.
Pero no, él se murió. Y al día siguiente, en lugar de comer costillas a la brasa, corrí como una loca por la ciudad. La atravesé y llegué al Mirador de la Blanca Muerte, conocido así por sus acantilados blancos y por los suicidios que allí han ocurrido. A mí no me gusta nada ese nombre, estoy en total desacuerdo, porque la muerte es negra, negra y bien negra, así que yo lo llamo Barranco de los gritos. Barranco por la pronunciada pared vertical que desciende hasta los pies de la ciudad, desde donde pueden verse los tejados de las casas y el laberinto de calles diminutas. Añado gritos porque es allí donde se consigue escuchar la voz agudísima del viento. Viene del lugar más remoto que existe, llega hasta la civilización con grandes ínfulas, embiste los edificios, redondea las esquinas y taconea en los tejados como si fuese el ruido de un singular infierno. Luego arremete contra la gran pendiente del barranco, escala y la culmina. Si llega cansado suena a quejido o a lamento, pero si alcanza la cima con toda su fuerza puede escucharse un aullido apoteósico, como el alarido victorioso de un Dios mitológico.
Cuando murió mi novio, fui hasta allí y grité más fuerte que el viento. Grité a pleno pulmón todos los insultos que se me ocurrían, los chillé todos, y cuando ya no recordé ninguno más, grité un color, y un nombre, y un río de Rusia. ¡Volga!, grité, ¡¡Volga!!, ¡¡¡Volga!!!, muchas veces, y suicidé mi rabia por el precipicio, y cuando me quedé sin voz, me fui casa.
Dejo atrás la calle comercial y camino por otra calle que contiene autobuses y bicicletas con cestas de flores, escudos de armas sobre puertas góticas y fachadas grises. Y presiento otra ciudad, la que no veo pero oigo respirar como si le doliera un costado; el tedio líquido que tragan las alcantarillas, el blanco, el negro y un cielo azul que sigue el curso de la calle como si fuera un río invertido. Y yo sé dónde desemboca ese río, en un mirador de nombre discutible, en una caída libre. Un cielo como un río cayendo en cascada sobre casas blancas y marañas de caminos; no puedo perderme tal acontecimiento, sería como cerrarle los ojos a la belleza. Sigo el curso del cielo hasta el Barranco de los gritos. Necesito escuchar la voz del viento.
Río invertido y yo irrumpimos en la soledad del Mirador. Yo me sujeto al borde, pero el cielo de agua sigue su camino, desciende por la pared abrupta del desfiladero y cubre la ciudad baja, la anega de azul. Me siento a observar, a escuchar, en la cornisa encalada. Hoy, el viento tiene el aullido de un lobo que mira la luna.
No muy lejos, presidiendo la altura del lugar, se encuentra una iglesia semiderruida, en estado de lenta desaparición, resistiendo solo por los pilares que ya no aguantan ningún techo. Recuerdo las clases de religión. Cuando le preguntaba al Dios del que me hablaban los curas que por qué yo tenía que compartir habitación con mis hermanos mientras que Carmencita Díaz, mi compañera de pupitre, disfrutaba de un dormitorio para ella sola; también convenía con él en lo injusto que era dotarme de unos ojos pequeños y de color mate oscuro cuando los de ella eran inmensamente verdes. ¿Cuál era la razón por la que siempre tenía que vestir ropa heredada? ¿Qué terrible pecado había cometido para salir tan mal parada en el reparto divino? Así pasaba yo las horas de catecismo. Preguntando en silencio a Dios. Hasta que un día, Dios me contestó. Al volver del cole. En el parque. En la mirada de una niña que se me acercó. Iba descalza y muy sucia. Yo estaba sentada en un banco, abriendo la boca para morder un plátano que mi madre me había echado en la cartera, pero la niña lo mordía desde su mirada suplicante con muchas más ganas que yo. Alargué el brazo, y se lo ofrecí. Ella lo cogió como quien consigue algo muy valioso. Comía despacio, con los ojos cerrados, y tardaba en tragar, como si quisiera retener para siempre ese sabor en el paladar. Cuando terminó, cogió mis manos y las besó. Hasta entonces, nadie me había besado las manos. Y luego se fue, con sus pies descalzos y una sonrisa que ocupaba todo el parque. Y yo no volví a quejarme más. Ni de compartir habitación con mis hermanos ni de usar el mismo abrigo todos los inviernos. Aunque reconozco que seguí deseando tener los ojos verdes y brillantes de Carmencita Díaz.
Un gato pardo, sucio y despeluchado, sale de uno de los huecos ruinosos que se han formado entre las únicas piedras vivas de la iglesia. Bordea la figura de un arco imaginario y lo usa como distancia de seguridad para acercarse a mí. Unos tres metros, más o menos. Salta a la cornisa y se sienta apoyando sus patas traseras. Me muestra un desinterés buscado. Quiere hacerme creer que no le importa que yo esté allí. Que no me teme. Podría pedirme un plátano ahora mismo, y darse un baño en un barreño de agua caliente, aunque sea un gato, pero prefiere hacerse el interesante. Y los dos nos dedicamos a contemplar; nos llenamos los ojos de paisaje abierto de luces y brillos, casas y tejados, y los dos respiramos olores húmedos de agua azul, y los dos oímos gritar una palabra:
¡Volga!
Sin saber muy bien de dónde ha salido. Quién la ha pronunciado. Si ha sido el río que ahora es cielo y cubre la ciudad baja, o la boca del vértigo que vive en el vacío. Pero ha sonado a aullido de lobo que mira la luna. Y el gato, por primera vez, me mira. Se ha establecido algo parecido a una “complicidad”, entre él y yo. Y así estamos, los dos, sin contarnos nada. Pero estando. Siendo. Existiendo.
Y luego decido irme, porque el viento grita muy fuerte y hace bastante frío. El gato se ha quedado quieto, como si le importase un bledo que yo me fuera. Pero luego, con disimulo, comienza a seguirme, respetando la distancia de seguridad que él ha fijado. Me vuelvo y lo ahuyento con los brazos. “Vete, quédate ahí, no puedes venir conmigo”. Él titubea, se da la vuelta y, al cabo de un rato, dejo de verlo.
Camino por las mismas calles de antes, observando los mismos edificios, aunque parezcan otros, porque durante este tiempo una brocha gigante los ha debido untar de barniz dorado. Y me cruzo con personas, que no son las mismas, pero lo parecen. Y siento como una certeza taladrándome la nuca, la presencia de alguien, sus pasos. El cuidado que tiene para no ser visto, camuflándose entre la gente. Los transeúntes transitan, ese es su cometido, se apelotonan o se dispersan, dependiendo de los horarios o del estado meteorológico. Algunos me miran con semblante aburrido. No pueden adivinar lo que ronda por mi cabeza, como yo no puedo conocer sus pensamientos. Y menos mal, porque si tuviéramos que estar al tanto de la vida de cada persona que nos encontráramos por el camino, nos volveríamos locos. Bueno, a veces nos volvemos locos sin darnos ni cuenta, pero eso es problema de la “psico” humana, creo. Si uniéramos todas las mentes del mundo, nos daría de sobra para construir una nebulosa en el espacio. O quizá dos.
Entro en un bar. Para tomarme un café y para que mi perseguidor se detenga. Me siento en una mesa cerca de la ventana. Entonces le veo. Allí está, en la acera de enfrente. Mirando hacia la cafetería.
Con los ojos entornados. Como si tuviera un sol delante.
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