RAZONES


Ilustración de Robert Dunn


Las historias no nacen solas... ¿O sí? ¿Cuáles son los motivos que conducen a escribirlas? Y de ser dirigidas, ¿en qué momento cobran vida propia? ¿Cuándo pasa el escritor a ser un mero intermediario entre los personajes y sus vidas?

No sé, en realidad, no siempre surge un protagonista que te lleva en volandas por los mágicos caminos de la narración mientras te dicta las palabras –eso no pasa nunca, o casi–, y tampoco es exacto que el origen esté fundamentado en los estados de ánimo –aunque en muchas ocasiones es el hilo conductor, a veces se produce el efecto contrario–, no, no se puede explicar con tan solo un puñado de razones las causas por las que alguien experimenta el impulso de escribir.
Yo intento conocer mis propios motivos; ¿Para qué necesito narrar historias? ¿Por qué invento, reflexiono, imagino o me sincero a través de las palabras? 

Dejo el cuaderno abierto sobre la mesa y espero sentada en la mecedora. He convocado a algunos de los personajes que habitan en sus páginas por si ellos pudieran ayudarme a encontrar las respuestas. Tengo claro que escribo para liberar un sentimiento o para inmortalizar un recuerdo, para que una imagen hable o se mueva, para que una intuición sea más fuerte que una certeza. Pero sé que hay algo más, tan imperceptible que se me escapa...

Poco a poco, comienzan a aparecer los invitados. Mujer con Sombrero es la primera. Ella dejó de ser solo un dibujo pintado en una caja de jabones para poder encontrarse con su amado en el bosque de las “Tórtolas Doradas”. Reconoce que me buscó, que me utilizó para llevar a cabo sus planes, pero ahora dice que me necesita porque, si dejo de escribir, volverá de nuevo a ser una mera imagen en una tapa de chapa. ¡Vaya!, la tengo en mis manos, pienso. Pero no se lo digo. Resulta que me precisa para vivir. No sé en qué momento se establece ese binomio tan vital en la escritura. Escritor y personaje. Personaje y escritor. Ahí comienza todo.

El Alfil Negro se sube a mi hombro. “¿Para qué escribes?” Me susurra al oído.

Para crear mundos nuevos donde todo sea posible. Para llenarlos de colores abstractos, de vientos que hablen y de gotas de rocío que contengan vidas ya vividas; también para que un Alfil Negro desertor se enamore de una institutriz del siglo XIX y acabe en mi almohada todas las mañanas.

Escribo para vaciarme y llenarme de nuevo, y para hacer tiempo hasta la hora de comer.
Escribo porque tengo que cambiar una estrella de sitio y porque afuera hace frío.

De pie, junto a la puerta, Ginés guarda sus luciérnagas en el bolsillo del abrigo. Son para el niño. Me pide que le indique por dónde se va a su casa, y la abuela Luisa, ataviada con su vestido blanco, se ofrece a acompañarlo. No sé a qué mundo llegarán los dos juntos, pero tengo claro que de ahí sale una historia nueva...

Escribo porque encontré un suspiro al abrir el buzón. Lo tengo en casa. Duerme en el sofá. Le hago cosquillas cuando lo veo triste...

El señor Bloom, hombre de pocas palabras, me pide que escriba, pero que al terminar no cambie nada. No pregunta si yo sé dónde está su “pequeña quinceañera”, y no hace ni un solo comentario acerca del búho de un solo ojo que a veces le visita. Se despide pronto, alegando que Mary Shue le estará esperando en casa para cenar una ensalada con arenques.

Escribo porque el almendro de mi casa florecía rosa, y porque “volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar...”

Les miro a todos. Ahí esta el profesor Dimas, atrapado en unos versos de tinta, y el doctor Inacabado, sin pestañas, sin pulgares y sufriendo interferencias... yo los he creado, pero ellos flotan en su propia realidad.

Y voy hallando más razones... a veces escribo porque necesito reivindicar una injusticia, vengar una traición o vomitar una tristeza. Y otras porque quiero expresar amor, belleza o melancolía. En ocasiones lo hago para generar ilusión; porque la realidad, con pequeñas dosis de magia, puede resultar alentadora. En cambio otras veces, me gustaría describir la maldad o la inmundicia; inventar una crueldad y que me duela, sentirme plenamente angustiada al crear un monstruo atormentado y lleno de remordimientos, dejar que la tragedia muestre sus garras...  

Jonás y Marina se besan sin augurar el naufragio y Lady Margot bebe absenta antes de hundirse en el fango. No puedo cambiar el curso de sus vidas. Ya no está en mi mano.
De improviso, un escalofrío me estremece. El soldado Denis sale del dormitorio. No pensé que viniera, él no. Se dirige a mí. Me mira. Tiene los ojos más profundos y oscuros que conozco. Sin apartar la mirada, pregunta por Daniel. Le digo que no está aquí. Sé que viene a por él. Contengo la respiración. Espero que no pregunte por nadie más. Denis me da las gracias y vuelve a la habitación. Se mete debajo de la cama. Regresa a su mundo de nieve.

Escribo porque la musa se ha suicidado. Y porque he vuelto a escuchar esa canción.

Las palabras tienen la culpa. Se deslizan desde la boca hasta el estomago. Algunas escuecen y otras dan placer. No hay gusanillo que valga, ellas son las causantes de narrar las peripecias de la condición humana. Y ahí están para que nosotros las elijamos.

¿Que por qué escribo?

Por mil razones. Y por ninguna. Porque sí. Porque quiero que la Mujer Garza pronuncie “Lulanostris” al enseñar sus dientes negros, porque me apetece tocar un baobab gigante y porque ayer vi a un hombrecillo con bigote que llevaba una nube sobre su cabeza. Así, sin más. Porque me siento bien al hacerlo... y aunque quisiera parar, ya no podría...

Escribo porque soy azul, y porque nunca me querrás.
Porque me nacen alas todos los lunes pares de los meses impares.

El abogado Benjamín Crespo se sube a una silla y toma la palabra:

“Señoras y señores del jurado, Yo les diré lo que pasa. Esta mujer es la culpable de crearnos a su antojo y luego abandonarnos a nuestra suerte. Si alguien tiene un final contundente y definitivo, ya sea bueno o malo, está de enhorabuena; pero los que se quedan en suspenso, sin saber qué va a pasar, o cuentan con un final ambiguo y lleno de interpretaciones... esos son condenados a vagar por un limbo de incertidumbre, sin más caridad que la que los lectores quieran mostrarles. Sí, esta mujer, que se cree el hada del lago de los siete colores, no es más que una cuentista del tres al cuarto que sueña demasiado...”

¡Vale!, hoy Benjamín está de mal humor. Y tiene razón. Aunque no es del todo verdad. Son los personajes quienes me manejan a mí. Ellos me guían hasta el final irrevocable o impreciso que les toca vivir. Pero, ¿qué puedo hacer yo si es cierto que solo sé soñar?

Brindo con vino verde y el Transiberiano aparece en mi cocina. Cuento maletas rojas que transportan sentimientos y tengo un loro que solo sabe decir “Adiós Tristeza”.

Ahora sí. Me sobran las razones.

Porque escucho el aullido de un lobo que mira a la luna. ¡Volga!, grita... y descubro que la vida rima...

Escribo para engrandecer las pequeñas cosas, para que alguien no pueda parar de leer, para volver veinte años atrás y cambiarlo todo, para avanzar ochenta años y seguir viva. Pero sobre todo, escribo porque al nacer me tragué un trozo de fantasía y tengo bocanadas de irrealidad.

Cierro el cuaderno y todos se esfuman dejando una estela de plata.
Creo que ha quedado claro. Porque las historias no nacen solas... ¿O sí?       



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