RAZONES
Las historias no nacen solas... ¿O sí? ¿Cuáles son los motivos que conducen a
escribirlas? Y de ser dirigidas, ¿en qué momento cobran vida propia? ¿Cuándo
pasa el escritor a ser un mero intermediario entre los personajes y sus vidas?
No
sé, en realidad, no siempre surge un protagonista que te lleva en volandas por
los mágicos caminos de la narración mientras te dicta las palabras –eso no pasa
nunca, o casi–, y tampoco es exacto que el origen esté fundamentado en los
estados de ánimo –aunque en muchas ocasiones es el hilo conductor, a veces se
produce el efecto contrario–, no, no se puede explicar con tan solo un puñado
de razones las causas por las que alguien experimenta el impulso de escribir.
Yo
intento conocer mis propios motivos; ¿Para qué necesito narrar historias? ¿Por
qué invento, reflexiono, imagino o me sincero a través de las palabras?
Dejo
el cuaderno abierto sobre la mesa y espero sentada en la mecedora. He convocado
a algunos de los personajes que habitan en sus páginas por si ellos pudieran
ayudarme a encontrar las respuestas. Tengo claro que escribo para liberar un
sentimiento o para inmortalizar un recuerdo, para que una imagen hable o se
mueva, para que una intuición sea más fuerte que una certeza. Pero sé que hay
algo más, tan imperceptible que se me escapa...
Poco
a poco, comienzan a aparecer los invitados. Mujer con Sombrero es la primera.
Ella dejó de ser solo un dibujo pintado en una caja de jabones para poder
encontrarse con su amado en el bosque de las “Tórtolas Doradas”. Reconoce que
me buscó, que me utilizó para llevar a cabo sus planes, pero ahora dice que me
necesita porque, si dejo de escribir, volverá de nuevo a ser una mera imagen en
una tapa de chapa. ¡Vaya!, la tengo en mis manos, pienso. Pero no se lo digo. Resulta
que me precisa para vivir. No sé en qué momento se establece ese binomio tan
vital en la escritura. Escritor y personaje. Personaje y escritor. Ahí comienza
todo.
El
Alfil Negro se sube a mi hombro. “¿Para qué escribes?” Me susurra al oído.
Para
crear mundos nuevos donde todo sea posible. Para llenarlos de colores
abstractos, de vientos que hablen y de gotas de rocío que contengan vidas ya
vividas; también para que un Alfil Negro desertor se enamore de una institutriz
del siglo XIX y acabe en mi almohada todas las mañanas.
Escribo
para vaciarme y llenarme de nuevo, y para hacer tiempo hasta la hora de comer.
Escribo
porque tengo que cambiar una estrella de sitio y porque afuera hace frío.
De
pie, junto a la puerta, Ginés guarda sus luciérnagas en el bolsillo del abrigo.
Son para el niño. Me pide que le indique por dónde se va a su casa, y la abuela
Luisa, ataviada con su vestido blanco, se ofrece a acompañarlo. No sé a qué
mundo llegarán los dos juntos, pero tengo claro que de ahí sale una historia nueva...
Escribo
porque encontré un suspiro al abrir el buzón. Lo tengo en casa. Duerme en el
sofá. Le hago cosquillas cuando lo veo triste...
El
señor Bloom, hombre de pocas palabras, me pide que escriba, pero que al
terminar no cambie nada. No pregunta si yo sé dónde está su “pequeña
quinceañera”, y no hace ni un solo comentario acerca del búho de un solo ojo
que a veces le visita. Se despide pronto, alegando que Mary Shue le estará
esperando en casa para cenar una ensalada con arenques.
Escribo
porque el almendro de mi casa florecía rosa, y porque “volverán las oscuras
golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar...”
Les
miro a todos. Ahí esta el profesor Dimas, atrapado en unos versos de tinta, y
el doctor Inacabado, sin pestañas, sin pulgares y sufriendo interferencias...
yo los he creado, pero ellos flotan en su propia realidad.
Y
voy hallando más razones... a veces escribo porque necesito reivindicar una
injusticia, vengar una traición o vomitar una tristeza. Y otras porque quiero
expresar amor, belleza o melancolía. En ocasiones lo hago para generar ilusión;
porque la realidad, con pequeñas dosis de magia, puede resultar alentadora. En
cambio otras veces, me gustaría describir la maldad o la inmundicia; inventar
una crueldad y que me duela, sentirme plenamente angustiada al crear un
monstruo atormentado y lleno de remordimientos, dejar que la tragedia muestre
sus garras...
Jonás
y Marina se besan sin augurar el naufragio y Lady Margot bebe absenta antes de
hundirse en el fango. No puedo cambiar el curso de sus vidas. Ya no está en mi
mano.
De
improviso, un escalofrío me estremece. El soldado Denis sale del dormitorio. No
pensé que viniera, él no. Se dirige a mí. Me mira. Tiene los ojos más profundos
y oscuros que conozco. Sin apartar la mirada, pregunta por Daniel. Le digo que
no está aquí. Sé que viene a por él. Contengo la respiración. Espero que no
pregunte por nadie más. Denis me da las gracias y vuelve a la habitación. Se
mete debajo de la cama. Regresa a su mundo de nieve.
Escribo
porque la musa se ha suicidado. Y porque he vuelto a escuchar esa canción.
Las
palabras tienen la culpa. Se deslizan desde la boca hasta el estomago. Algunas
escuecen y otras dan placer. No hay gusanillo que valga, ellas son las
causantes de narrar las peripecias de la condición humana. Y ahí están para que
nosotros las elijamos.
¿Que
por qué escribo?
Por mil razones. Y por ninguna. Porque sí. Porque quiero que la Mujer Garza pronuncie “Lulanostris” al enseñar sus dientes negros, porque me apetece tocar un baobab gigante y porque ayer vi a un hombrecillo con bigote que llevaba una nube sobre su cabeza. Así, sin más. Porque me siento bien al hacerlo... y aunque quisiera parar, ya no podría...
Escribo
porque soy azul, y porque nunca me querrás.
Porque me
nacen alas todos los lunes pares de los meses impares.
El abogado
Benjamín Crespo se sube a una silla y toma la palabra:
“Señoras y
señores del jurado, Yo les diré lo que pasa. Esta mujer es la culpable de
crearnos a su antojo y luego abandonarnos a nuestra suerte. Si alguien tiene un
final contundente y definitivo, ya sea bueno o malo, está de enhorabuena; pero
los que se quedan en suspenso, sin saber qué va a pasar, o cuentan con un final
ambiguo y lleno de interpretaciones... esos son condenados a vagar por un limbo
de incertidumbre, sin más caridad que la que los lectores quieran mostrarles.
Sí, esta mujer, que se cree el hada del lago de los siete colores, no es más
que una cuentista del tres al cuarto que sueña demasiado...”
¡Vale!,
hoy Benjamín está de mal humor. Y tiene razón. Aunque no es del todo verdad.
Son los personajes quienes me manejan a mí. Ellos me guían hasta el final
irrevocable o impreciso que les toca vivir. Pero, ¿qué puedo hacer yo si es
cierto que solo sé soñar?
Brindo
con vino verde y el Transiberiano aparece en mi cocina. Cuento maletas rojas
que transportan sentimientos y tengo un loro que solo sabe decir “Adiós
Tristeza”.
Ahora sí. Me
sobran las razones.
Porque
escucho el aullido de un lobo que mira a la luna. ¡Volga!, grita... y descubro
que la vida rima...
Escribo
para engrandecer las pequeñas cosas, para que alguien no pueda parar de leer,
para volver veinte años atrás y cambiarlo todo, para avanzar ochenta años y
seguir viva. Pero sobre todo, escribo porque al nacer me tragué un trozo de
fantasía y tengo bocanadas de irrealidad.
Cierro
el cuaderno y todos se esfuman dejando una estela de plata.
Creo
que ha quedado claro. Porque las historias no nacen solas... ¿O sí?
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