AVENIDA CERO


Sonia se pone los pendientes mientras piensa un deseo –ella cree que si consigue abrochárselos a la primera sin mirarse al espejo, el deseo se cumplirá, o sucederá algo extraordinario, o conocerá al amor de su vida–, hoy los pendientes han encajado en su sitio como si una fuerza imantada los hubiera guiado hasta allí. Buena señal, piensa mirando el reloj. Acelera la marcha y pasa por el salón tan veloz que levanta el aire, tirando al suelo unos papeles amontonados sobre la mesa de cristal. Se agacha a recogerlos extrañada de su propia energía, y al posarlos de nuevo sobre la mesa se fija en una pieza roja que hasta ahora no había visto. “¿Y esto?, será de Quique...”, piensa, y en un acto instintivo la coge y la guarda en su bolso. Ya en la calle, comprueba que ha hecho bien en no abrigarse mucho, hace calor...

     Diez elefantes pintados en el suelo acaparan sus ojos. Parecen caminar alineados por los adoquines del estrecho pasaje que desemboca en la parada de autobús. Las trompas hacia arriba, las orejas abarcando todos los sonidos –hasta los del país del silencio–. Y Sonia, para no pisarlos, camina al lado de ellos, como si fuera lo más normal del mundo ir acompañada de una manada de elefantes. Uno de ellos, el más pequeño, le agarra una pierna con la trompa y la incorpora al grupo. Ahora avanza enlazada a ellos como si también ella fuera un dibujo que se moviera por el suelo adoquinado. Hasta que llegan al final del pasadizo. Allí recupera sus dimensiones y los elefantes retroceden caminando hacia atrás por el mismo trayecto, despidiéndose de ella con sus orejas pintadas, con sus ojos sonrientes y con su trompa hacia arriba. “¡Increíble!”, pronuncia alucinada Sonia adoptando un gesto de asombro que acentúa al descubrir un lago de aguas claras y cristalinas donde debería estar la marquesina del autobús.      

     Nueve sauces llorones se reflejan nítidamente en el lago y tiñen el agua de verde. Mantienen una conversación sobre aromas amarillos, y de vez en cuando, alguna nube culmina su paso tembloroso por el agua rozando el cuerpo desmayado de algún sauce. Opinan que la identidad dulzona de la vainilla en nada puede competir con la presencia silvestre del azahar, pero que, en cambio, la sencillez que emana del azahar queda diluida ante la imponente elegancia de la vainilla. Entonces recuerdan que uno de los sauces es anósmico –carece de olfato–, y como su naturaleza sensible les hace proclives a compadecerse de todo, invierten lo dicho y lloran lágrimas verdes que se precipitan al agua del lago en forma de pequeñas cascadas de melancolía. Sonia ha podido escucharlos. Los árboles hablan y ella conoce su lenguaje. Estupendo. Supone que en algún momento ha debido quedarse dormida y que ya despertará. Mientras tanto, se deja llevar por una corriente invisible, cruza el puente del lago y encamina sus pasos hacia una calle muy ancha y tan larga que sus ojos solo pueden enfocar una perspectiva difuminada y sin fin.

     Ocho farolas se elevan hasta perderse de vista, adquieren una altura infinita. Tal vez por las noches se las confunda con alguna estrella, intentando iluminar el cielo. Pero Sonia no puede saberlo. Porque ahora es de día, o al menos eso deja intuir una luz blanca que abrillanta las superficies de las cosas. Tampoco conoce las respuestas a la multitud de preguntas que la misma lógica le plantea: ¿Cómo ha podido sucederle esto? ¿Qué tiene en la cabeza para perder la orientación de esa manera? ¿Acaso las calles habituales han desaparecido por obra de arte? ¿Por qué tiene la extraña sensación de ser dirigida en todo momento? ¿Cómo se llama esta calle? Esto último ha debido decirlo en voz alta, porque un chico montado en una bicicleta le contesta al pasar cerca de ella: “Estás en la Avenida Cero, ¡bienvenida!”, y el manillar de la bici asiente y la saluda levantando los frenos. A partir de aquí, los sonidos alcanzan un volumen más claro; aparecen personas caminando por las aceras, los coches circulan, los comercios están abiertos y la vida se intuye detrás de las ventanas, así, de repente, como si alguien hubiera gritado ¡acción! y los actores se hubieran puesto en funcionamiento.

     Siete casas comparten un mismo tejado. Puede que la primera construcción fuera una enorme residencia que ocupara toda la manzana, y que paulatinamente se fuera fraccionando hasta dividirla en siete viviendas, conservando solo el gran tejado semejante a un sombrero de tres picos. Las fachadas de colores lucen ventanas simétricas y un único zócalo las envuelve a todas. Sobre los marcos de las puertas aparece inscrita una palabra. Una palabra distinta para cada casa. En este orden: Ilusión, Terror, Viento, Alegría, Lluvia, Deseo, Ahora. Y Sonia, al ir caminando por delante de ellas, siente en su propio cuerpo el significado de cada una de esas palabras; atrapa una utopía y luego se estremece de miedo, después, un fuerte viento la despoja de sueños y temores y entra en una nube de felicidad; al pasar por la casa Lluvia, y solo en ese tramo, naturalmente, le cae un aguacero fino e incesante. Al cruzar por la casa Deseo con la ropa empapada siente unas irremediables ganas de llamar a la puerta, la camisa pegada le acaricia la piel como si tuviera dedos, y no puede resistir el deseo de conocer qué habrá tras la puerta... pero entonces, una mano agarra la suya y tira de ella. Es una niña con cara de mujer mayor que la conduce hasta la casa Ahora.

Ahora tienes que venir conmigo, ahora tendrás hambre, ahora no querrás coger un resfriado, ¿verdad?, ahora a todos y a todas os pasa lo mismo...

La niña ahora empuja la puerta y entran en la cocina. Los muebles son pequeños y los techos muy bajos, Sonia puede tocar las lámparas con la nariz. Sobre la mesa hay un cuenco humeante. Se sientan. La niña, sujetándose la barbilla con la mano, se embelesa mirando a su invitada.

Ahora tienes que comerte la sopa. Ahora te sentará bien, la he hecho yo...
–¿Puedes decirme dónde estoy?
Ahora sí, en la casa Ahora de la Avenida Cero.
–Ya –Sonia tiene la percepción de estar hablando con un dibujo animado–, y ¿sabes cómo puedo llegar hasta el Instituto Fernando de Mena?
Ahora no, no tengo ni idea.
–Bueno, y... ¿antes has dicho que a todos y a todas nos pasa lo mismo...?
Ahora ¿antes?, no se que significa antes, solo ahora, en este momento, aquí, en el instante presente, todos y todas preguntáis lo mismo.
–Yaaa... todos y todas... y luego, ¿qué hacemos?
Ahora os coméis la sopa, os secáis la ropa y ahora os vais con expresión asustada, ahora no sé por qué, la sopa no está tan mala.
–Noooo, está muy rica –miente Sonia, que come cucharadas de agua hervida manchada de una sustancia parda y espumosa. 

Después de comerse la sopa, efectivamente, Sonia se seca la ropa y se marcha de la casa Ahora con expresión asustada, pero no por el caldo insípido que, en parte, sí ha reconfortado su cuerpo, sino por el absoluto desconocimiento que tiene del mundo en el que se ha metido, sin saber ni cómo.

–Gracias por todo.
Ahora de nada. ¡Ahora adiós!

     Seis chicas comen pipas sentadas en el respaldo de un banco de madera. De vez en cuando alguna tararea una canción y las demás la acompañan a coro. El mar que aparece bajo sus pies es de espuma azul y no moja. Pero balancea el banco y las chicas se ríen. Las risas son doradas, de Ninfas bañadas en miel o de peces de oro. Esquivan olas rebeldes por la proa turquesa del banco de madera. Navegan con sus miradas inocencias y sueños y desaparecen intentando alcanzar el horizonte.
En una travesía de la Avenida Cero –que más que una travesía parece un espejismo–, bajo un cielo púrpura pintado con rotulador, Sonia cree ver a un hombre calvo caminando sobre un prado blanco, que podría ser de nieve, o de flores blancas y redondas, pero que probablemente sean globos oculares sin pupilas y sin iris, multitud de globos oculares que el hombre aplasta con los pies. Sonia cierra los ojos. Le tranquiliza pensar que dentro de un momento regresará de su inconsciencia y aparecerá cerca de la parada del autobús, mareada y con un fuerte golpe en la cabeza, mientras algunos viandantes la socorren, sí, eso ocurrirá. Pero luego abre los ojos y solo ve la Avenida por la que se encuentra perdida y que no consigue abandonar, como si ya tuviera trazado el camino que debe recorrer. Ha preguntado a varias personas si saben como se llega desde aquí al parque municipal, o por dónde puede desviarse para ir a la calle San Francisco, qué recorrido debe realizar para encontrar la plaza de la Constitución o el bar “Dulce Pequeña”, y lo ha preguntado con el tono desesperado de quien necesita ubicarse de una vez... pero la gente se encoge de hombros y niegan con la cabeza, son amables, pero nada comunicativos, sonríen y continúan su marcha.

     Cinco campanadas anuncian la hora.
–¡Las cinco! –exclama Sonia–, ahora debe ser el turno de Quique –y se imagina a su hermano pequeño sobre el escenario del salón de actos del Instituto, presentando la maqueta del submarino que él decidió construir como trabajo de fin de curso, ante un montón de alumnos aburridos y un puñado de padres (entre los que deben encontrarse los suyos) orgullosos y algo asombrados de la inteligencia innata de sus hijos. Visualiza la escena y por primera vez se nota cansada, con peso en los hombros y rigidez en las piernas. Mira alrededor y se sienta en la escalinata que da acceso a un edificio muy señorial; tiene una magnífica fachada repleta de ventanales suntuosos y hay un enorme reloj sobre el tejado, solo, transparente, con el sol detrás. Sentada de espaldas al edificio, Sonia puede ver la imagen deformada del reloj proyectándose sobre los peldaños de la escalera, la gran esfera convertida en una sombra ondulada, como si los rayos del sol la hubieran derretido, y dentro de ella, las agujas, tan ornamentadas que parecen espigas o letras escritas con una caligrafía ancestral. El movimiento incansable del segundero recorre el interior del círculo como si fuera un patinador deslizándose por una pista de hielo y realizando, cada quince segundos, acrobacias por el aire. Todas estas figuras le han recordado algo. Introduce la mano en su bolso y saca la pieza roja que vio sobre la mesa de cristal. Vuelve a pensar en su hermano; ¿Y si pertenece a la maqueta del submarino? Luego la observa mejor y ve que es un palo de madera ligeramente curvado hacia su mitad. “No sé, piensa, en cualquier caso, el cerebrito de Quique sabrá cómo arreglárselas para que no se note.”

     Cuatro palomas comen las migas de pan que alguien ha ido desperdigando por los escalones. Sonia odia a las palomas y al verlas cruza los dedos –ella piensa que si no los cruza, le caerá una terrible maldición y los veranos dejarán de existir–, luego, como si esquivara la peste, baja rápidamente las escaleras –pisando sin querer la sombra del patinador–, y se aleja de allí hasta perderse de nuevo por la Avenida Cero.
El espacio, la luz, el constante trasiego de coches. Sonia entra en una pastelería de color sepia. Allí todo tiene el mismo color. El mostrador, el suelo, el pastelero gordito de bigotes retorcidos, las tartas y los pasteles... hasta Sonia es de color sepia. No puede resistirse a las palmeritas de chocolate y compra una de color sepia. Saca del bolsillo unas monedas y el pastelero le agradece la compra con su sonrisa... sepia. Luego, al despedirse, ocurre que el adiós pronunciado frena su vuelo por el aire a pocos centímetros de su boca, y tiene que darle un empujón con la barbilla para que avance. Entonces sí. Suena rotundo. Un adiós de color sepia con voz antigua. Vintage.
Al salir a la calle, los colores regresan a su estado original, excepto dos puntos de color sepia que brillan alrededor de las hojas de un árbol. Sonia no sabe si lo que ve es un efecto visual o son los ojos de un espectro sin rostro escondido entre las ramas. Pero ya casi le da igual. La palmera de chocolate le ha dado tanta sed que se sienta a tomar algo en una de las terrazas que se extienden por la zona del bulevar.

     Tres hombres charlan en la mesa de al lado. Visten ropa de otro tiempo, levitas raídas y chalecos llenos de manchas. Sonia pone atención a sus monólogos algo desequilibrados:

Hombre Uno/ “Lograré vencer esta oscuridad. Aunque tenga la largura de un bosque interminable. Más allá de su espacio inmenso y hueco –donde flotan sueños inválidos como ramas baldadas por el peso de la luna llena en una penumbra que es peor que la negrura absoluta porque alberga sombras y las agranda– encontraré la luz, la salida por la que seguramente la vida seguirá existiendo como si nada, palpitando latidos que nadie percibe porque están ahí desde siempre; algo tan extraordinario pasando inadvertido y perdiéndose entre el ruido silencioso de lo inefable.” 

“¡Ah, no son locos, son poetas!” –aclara Sonia, intentando descubrir dónde está la diferencia.

Poeta Dos/ “Mi teoría es simple. El olvido muere en las cunetas de los caminos y está intrínsecamente unido a los sueños que nacen en las noches pares. Cada día, un olvido se hunde dos centímetros en la tierra y su peso eleva un sueño hasta los márgenes de la vida. El olvido crea sueños de la misma manera que los sueños matan olvidos.” 

Poeta Tres/ “Yo he abrazado lo etéreo. He acariciado a la Belleza con mis palabras y ella se ha mostrado ante mí en toda su plenitud, pura, desnuda. Hemos hecho el amor en un bosque oscuro cabalgando éxtasis hasta volvernos inmensos. Pero luego, el silencio... ¡el maldito silencio!, nos ha condenado a sobrevivir por las laderas de lo ordinario, donde las cosas adquieren una pátina gris que lo ensombrece todo. Ella, escondida en el tiempo, yo, vagando tristezas.”

El poeta Tres es el más joven de todos. Lleva el pelo despeinado y destila arrogancia. En un momento dado, clava sus ojos claros en el rostro de Sonia, obligándola a adoptar una expresión hipnótica. Sin mediar palabra, solo con el poder que tienen los genios, la invita a pasar con él una temporada en el Infierno. Pero ella, muy educada, declina su invitación negando con la cabeza, termina la consumición y abandona el lugar envuelta en versos que son como eslabones de azúcar que sufren y gozan a la vez. Una última mirada a los poetas, inmersos aún en sus soliloquios, antes de continuar la marcha por una acera de baldosas violetas, luego por una acera de baldosas rojas, más tarde por una acera de baldosas moradas...

     Dos hermanas gemelas caminan por una acera de baldosas naranjas. Sonia las sigue a corta distancia. Va escuchando la conversación de las mujeres sin pretenderlo, su estancia en la Avenida Cero le ha agudizado tanto el oído que podría convertirse en una espía en potencia:

–El amor es un asco, Gladis.
–Sí, Agnes, un asco.
–¿Qué te tengo dicho que es el amor, Gladis?
–Un asco, Agnes, un asco y una mentira.
–Exacto, Gladis. Eso es. ¿Y qué hace un hombre después de besarte apasionadamente?
–Un hombre, después de besarte apasionadamente, se funde en un abrazo contigo para despedirse, e instantes después, cuando ya no puedes verlo, pero las huellas de los besos aún palpitan en los labios y los tactos todavía pueden sentirse en la piel... el hombre decide ponerse en contacto con alguna amante en lugar de pensar en ti. ¿No es así, Agnes?
–Así es, Gladis. ¿Y qué haces tú mientras tanto?
–Tú, mientras tanto, levitas, sonríes, duermes acunando el recuerdo de sus besos, de sus caricias. ¿Verdad, Agnes?
–Verdad, Gladis. ¿Y no ves una total descompensación en los sentimientos de cada uno?
–Sí, la veo, Agnes, claro que la veo.
–Eso es el amor, querida hermana. Una absurda incoherencia, una estúpida conveniencia, un repugnante cinismo...
–Qué bien hablas, Agnes.
–¿A que sí, Gladis? Es que estoy pensando en ampliar mi vocabulario.
–Yo también quiero ampliar mi vocabulario, Agnes. Escucha esto. El amor es una vieja ironía. ¿Qué te parece?
–¿Dónde has aprendido eso, Gladis?
–Lo leí ayer en un poema, Agnes.
–No debes leer poemas, Gladis, los poemas son el enemigo.
–Tienes razón, Agnes, no leeré más poemas... ¿qué te parece si compramos para cenar peras de agua?
–No, Gladis, sabes que las peras de agua me hacen daño por la noche. Mejor compramos manzanas.
–Bueno, Agnes, como tú digas, mejor compramos manzanas.
Las dos hermanas entran en una frutería y Sonia las pierde de vista. Ya no podrá escuchar más el peculiar diálogo que ambas mantienen.

     Un gran panel luminoso ubicado en el estrecho espacio que han dejado dos torres inclinadas entre sí, anuncia el estado meteorológico:     

“Avenida Cero. Hoy los recuerdos rodarán cuesta abajo a velocidad moderada convertidos en esferas de escarcha que no dejarán de crecer. Los que no se estampen contra algún muro, seguirán circulando por las bifurcaciones del tiempo. Rogamos mantengan precauciones, el fenómeno tendrá lugar antes de las 21’00 horas.”

Y a Sonia, de repente, se le ha borrado el camino. Ya no hay baldosas, ni asfalto, ni horizonte difuminado. Gira a su izquierda porque el portal de un bloque de pisos la está llamando con una voz que no tiene género ni textura, sino que suena a hilillo de viento murmurando en su desarrollado sentido auditivo para sugerirle que entre por la puerta de hierro, y que una vez dentro, en el pasillo lleno de espejos, llame al ascensor y suba hasta la cuarta planta, y que, ya en la cuarta planta, avance hacia la derecha y busque la puerta C, y que, ya frente a la puerta C, apriete el timbre que haga sonar una campanilla desafinada.
Y ella lo hace, obedece a todo lo que esa voz –que no es voz sino más bien el silbido rasgado de un aire asmático– le ordena.
La puerta se abre con la lentitud que aporta el misterio y al otro lado aparece un chico rubio, bastante atractivo. Automáticamente, Sonia se aprieta los codos con las manos –no hay ningún dato que explique este gesto, excepto que, para ella, tocarse los codos trae buena suerte–.

–Hola, me llamo Sonia y no sé por qué estoy aquí.

En cambio, el chico sí lo sabe. La lleva esperando todo el día. Pero no podía imaginarse que fuera tan guapa. “Esta vez sí, menuda puntería”, piensa, y luego esboza una media sonrisa, pícara y satisfactoria, que le lleva a evocar su propia imagen, la de esta mañana, cuando, con absoluta precisión, ha lanzado desde la ventana de su habitación una pieza roja con forma de boomerang que ha sobrevolado toda la Avenida Cero hasta un lago rodeado de sauces, y, tras tomar un pequeño atajo en su trayectoria y cruzar un estrecho pasadizo transitado por elefantes, ha aterrizado en una mesa de cristal, sin poder evitar que, unos papeles desordenados, cayeran al suelo.



Comentarios

  1. Cuanta creatividad, fantasia y hermosura en este relato, redondo y lleno de significados, Anita. Atravesar un pasadizo prisionera de la trompa de un pequeño elefante, cruzarse con el manillar de una bici que asiente, rozar un mar que no moja en un banco de madera con la proa azul, empaparse de la conversación de tres poetas y dos mujeres, y comprobar que un olvido al hundirse desaloja su equivalencia en sueños... Precioso.
    Carmen

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    1. Muchas gracias, Carmen!! Me ha encantado escribir este relato, dejándome llevar por la imaginación. Un placer recibir tu comentario! Un beso.

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  2. Hola:
    Un escrito tan dulce como eres tu misma. Te sigo leyendo encantado
    Un beso

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    1. Ismael, muchas gracias por tus palabras!! Me alegra un montón que sigas leyéndome. Un beso.

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