ALGO IMPORTANTE



  Los chicos que juegan en la calle estampan el balón contra el letrero de la librería. El impacto hace crujir las estanterías y un poco de polvo se desliza de la lámpara más alta, cayendo como nieve lenta e insonora al suelo. Damián frunce el ceño. “¡Otra vez, ya no sé cómo advertirles, un día van a colar el balón aquí adentro!”, me dice enfadado. Y yo asiento. No conviene contradecir al jefe, aunque sus enojos suelan durar poco. Damián es un hombre afable de ojos grises y sonrisa ladeada. El pelo alborotado le confiere un aspecto de científico interesante y algo chiflado, de la mirada se le escapan pequeños brillos intelectuales. No entiendo por qué no tiene pareja. A veces pienso que es por aquella historia que nos contó a mamá y a mí la noche que vino a cenar a casa. Después del postre confesó que tiempo atrás amó mucho a una mujer, tanto, que en una noche de pasión intercambiaron sus sombras para siempre. Y que desde entonces, cada uno lleva consigo la sombra del otro. Los ojos curiosos de mi madre buscaron por las paredes alguna silueta gris con forma de mujer. Yo le dije bromeando que pobre de quien fuera por el mundo proyectando su sombra de loco y él me devolvió una sonrisa de niño que juega a los secretos. Verdad o no, reconozco que en ciertos momentos del día puedo llegar a ver una sombra femenina acercándose a él desde atrás. Ocurre cuando la luz entra oblicua a través del escaparate y serpentea por la sección de poesía para coger impulso y así acceder al mostrador donde Damián repasa la lista de novedades. En ese instante lo imagino dándose la vuelta para abrazarla y conducirla hasta la estantería de los Clásicos Universales. La caprichosa luz forma una espiral alrededor de ellos y puedo verlos gozando entre los amplios volúmenes de pastas duras. Hasta que algún cliente entra en la librería y la evocadora imagen desaparece de mi mente... 

Un nuevo balonazo retumba dentro del establecimiento moviendo los renglones de varios libros. Me zarandea y, de repente, tengo la necesidad de resolver algo importante. Le pido por favor a Damián que me conceda el resto del día libre porque acabo de recordar un asunto que debo solucionar y él, después de refunfuñar un poco, me acompaña hasta la puerta y la emprende con los chicos del balón. “¡Largaos a molestar a otro sitio!”, les grita. Ellos, apáticos y pasivos, se adentran solo unos metros en la plaza y continúan su partidillo.

Sí. Resolver algo. Arreglar la persiana del salón, deshacer un nudo, escribir un susurro de hierba. Pero no, no es eso...

Llego a casa, vivo cerca. Mamá está llorando en la cocina. Disimula al verme y yo finjo no haberme dado cuenta.

–Hola, mamá.
–¡Hola! ¿Qué haces aquí, qué pasa?
–Nada, todo controlado. Es que tengo que hacer unas cosas.
–Unas cosas, ¿qué cosas?
–Algo importante...
–Bueno, nena. Tú verás. Pero luego tendrás que recuperar el día.
–Ya se verá, supongo. Voy arriba un momento.

Dejo a mamá en la cocina con un trapo de paño en la mano, secando un vaso que ni siquiera está mojado. Cuando la ausencia de papá aparece por la casa a ella se le mueve el cabello como si fueran algas mecidas por el agua profunda de un pantano. Y puede estar riendo o contestando en voz alta las preguntas de un concurso de la tele y a la vez reflejar esa lánguida tristeza en el vidrio acuoso de sus pupilas.
Me pongo el vestido azul y abro la caja de música que reposa en mi mesilla de noche. La bailarina se escapa para dar vueltas sobre un lago de cisnes creando un clima espeso de blanco roto nebuloso, podría parecer que el sol aún se estuviera despertando después de haberse pasado toda la noche soñando. Con mis manos aprieto la caja de música y la tapa se cierra. Como el genio de la lámpara maravillosa, la bailarina regresa al interior. Debería comprender que tarde o temprano todo se esfuma, que todo está de paso. Que existe algún mecanismo parecido a una gran caja de música en el orden de las cosas que te da y que te quita, solo que en este caso nunca se sabe cuándo va a desaparecer la bailarina.
Bajo corriendo las escaleras para dedicarme a hacer eso tan importante que no espera... que bien podría ser abrazar a mi madre, o comprarle un color, el violeta, o confesarle que yo también sufro su ausencia... pero no, no hago nada de eso.

–¡Me voy, mamá!
–¡Espera! A ver que te vea... ¡No vengas tarde! ¿Me oyes?

Pero yo ya he cerrado la puerta.

La casa de al lado tiene un jardín. Escucho el sonido áspero que los pequeños zapatos de la señora Luisa producen al arrastrarse por la maleza. Desde que se está quedando ciega camina así, le da seguridad. Me asomo por la reja abierta y la veo regando las plantas. La tierra de un geranio se derrama porque ya no puede beber más pero ella sigue echándole agua. Entro y la saludo. Me mira profundamente, como si estuviera divisando el horizonte del mar. De forma delicada muevo con un dedo la boca de la regadera hacia otra maceta mientras la felicito por las flores tan hermosas que adornan su jardín. Se ha alegrado de mi visita y aprovecha el momento para pedirme que la ayude a encontrar a su tortuga. Deja la regadera en el suelo, junto a la higuera, y agarradas del brazo entramos en la casa. No sabía que tuviera una tortuga, y mucho menos que fuera tan difícil encontrarla entre tanto mueble. Debajo del sofá, detrás de un cojín, dentro del paragüero... al acercarme a la cocina percibo un fuerte olor. Entro. El olor es mucho más intenso. Un fuego de la cocina se ha quedado abierto y expulsa gas. Lo cierro y abro la ventana. La señora Luisa también se ha dado cuenta y avanza nerviosa palpando las paredes:

–¡Ay, Dios mío! ¡Creí haberlo cerrado! De no haber estado tú aquí...

Ahora su mirada parece un invierno. Le duelen las flores que apenas puede ver e intenta despertar la claridad dormida que habita en su mente. Es ella, la misma mujer que cada septiembre le traía a papá una bandeja llena de higos y los dos pasaban la tarde comiéndoselos y hablando de otros tiempos. Intento quitarle hierro al asunto para tranquilizarla:

–Un descuido lo tiene cualquiera, señora Luisa, el olor la hubiera avisado a tiempo...

Mientras hablo, veo a la tortuga dentro del fregadero, escalando sin éxito una de las escurridizas paredes de aluminio. “¡La he encontrado!”. Ella la coge y se la lleva a su pecho. Vacilan mis palabras ante esa imagen porque no sé cual de las dos está más indefensa. Siento mucho tenerme que ir.

–¿Estará bien?
–Sí, no te preocupes. ¡Pasa a verme cuando quieras!

Y me voy, preocupada. Pero es que algo importante me espera. Recordar, azularme, escalar una cima de algodón donde no exista la tristeza y lanzar al vacío la pesadilla de todas mis noches... pero no, tampoco es eso.

Paso cerca del trabajo. Los chicos siguen jugando en la plaza y yo me aventuro a cruzar por su improvisado campo de fútbol sabiendo que puedo llevarme un buen golpe. Uno de ellos, el más fuerte, desvía la trayectoria del balón para no darme con él. Casualmente la esfera de cuero, semejante a un proyectil, colisiona de lleno contra el escaparate de la librería de Damián. Tras el golpe, el edificio se agita como una turbina a punto de explotar. Una vibración invisible invade el espacio derribando todo a su paso. Me asomo sin ser vista. La literatura desperdigada por el suelo. El torbellino de la desolación. Góngora revuelto con Quevedo. Dickens aplastado por el Nihilismo. Espero que no hayan caído los libros de ensayo, ordenar tanto pensamiento me va a costar más de una semana. Las letras pegadas al gres no salen bien, se adhieren como pegamento... Haikus y Cómics comparten planeta imaginario, Poe anda perdido en unos versos blancos. A lo ancho del espacio derruido se abre un laberinto de páramos y cascadas. Héroes y villanos, personajes secundarios y jirafas... una sirena varada. La librería es un caos y en medio de ella, Damián se alborota más el pelo. Yo debería entrar y ayudarle a arreglar todo este estropicio pero...

Antes tengo que encender una luz, respirar la mañana, pronunciar un nombre...

Voy a la calle Mayor. Un coche amarillo pasa a gran velocidad tocando el claxon por el borde de la carretera. En medio segundo agarro el brazo de una niña y la subo a la acera. Me agacho hasta su altura para comprobar que está bien. Tiene los ojos abiertos como platos y respira agitada. Una mujer viene corriendo hacia nosotras:

–¡Mi niña, se me ha escapado de la mano! No quiero ni imaginar lo que... ¡Muchas gracias! De no haber sido por ti...

Un coche amarillo. Los días de lluvia papá me llevaba al colegio en su coche amarillo. El agua caía y el aire olía a lluvia y caminábamos hasta la puerta esquivando hormigas con alas y él decía “va a llover más” y no nos importaba mojarnos la cara frente al cielo blanco y...

Agradecimientos infinitos, revuelo de gente, y la niña todavía agarrada a mí, incapaz de soltarme. “Ya está, preciosa, no va a pasar nada”, le digo, y ella por fin reconoce a su madre y me suelta. “No llores, no cruces sola la calle, no te muevas, no respires, no seas una niña irresponsable”. Sus ojos me siguen mientras me alejo. Hasta que deja de verme. Hasta que la pierdo de vista. Hasta que una música verde, tibia y espumosa que no sé de dónde ha salido evoca el tatuaje que lentamente se va hundiendo en el vacío de mi pecho. Y me hace divagar. Y bajo el eco de mis pasos marrones indago calles, atajos y suburbios que desembocan en las costuras de la ciudad por las que se filtra el futuro y se escapa el pasado a un ritmo pausado y bien medido para que a la urbe le de tiempo a empaparse de lo que le falta y a desprenderse de lo que ya no quiere y permite a la vez que otras fisuras subyacentes se vayan abriendo paso en su tejido poroso; cicatrices latentes por las que borbotea este presente que habita un ahora a corto y medio plazo donde también aparecen grietas que destilan nostalgia y ambición y entonces pienso que la vida es un conjunto de ranuras que escupen y tragan, resquicios de tiempo en constante movimiento, hendiduras por las que desaparece todo lo que quiero.

El día transcurre. Decido comer en una hamburguesería, me compro lencería transparente, doy mi apoyo a la conservación de los peces Luna. Pero no. Compruebo que nada de eso aplaca mi necesidad de zanjar algo ineludible...

Una mujer camina cargando una bolsa pesada. Va haciendo aspavientos con la mano que le queda libre para espantar a una abeja pegajosa pero no consigue zafarse de ella. La nota en su nariz y comienza a sacudir la cabeza. Da varias vueltas. Mareada, se desequilibra por el peso de la bolsa. Pierde un zapato y cae al suelo sin remedio. El contenido de la bolsa se esparce alrededor. Un potente detergente para eliminar las manchas, zumos, verdura y un queso. Dos paquetes envueltos en papel de aluminio y un ambientador para el baño. Me acerco un poco más. Hay varias cosas pequeñas de inconcretas texturas y un frasco repleto de dulzura. Ella se apresura a coger lo que cree que yo no he visto; en su puño esconde una mirada triste y un beso que dio hace mucho tiempo. Lo metemos todo en la bolsa y la ayudo a levantarse. “Pues muchas gracias, de verdad, normalmente no suelo ser tan patosa”, me dice. Y se ríe con las mejillas rojas y los ojos negros.
Continúa su camino y entonces yo distingo la inconfundible sombra de mi jefe Damián deslizándose por el suelo, pegada a sus pies, dibujando entre los dos un perfecto ángulo recto.

Me gustaría correr hacia ella, contarle que... pero no. No puedo. El tiempo apremia y algo importante me espera.

Abrir la gran caja de música, encontrar la hendidura, traerle de vuelta.



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