1.

Tengo catorce años y no puedo respirar.

El sonido del metal arañando el asfalto huele a relámpago, es una montaña que se derrumba, y yo voy dentro de ella. Una violenta sacudida remueve el interior del vehículo. Soy una marioneta en manos del destino con toda la sangre acumulada en la nariz. Después de un tiempo indefinido, alguien me saca de entre los hierros y me tumba en una cuneta.

Orillada en una penumbra de hierba fresca, no puedo respirar. Amanece.
Llega chillando una ambulancia fosforescente. Mancho de sangre las inmaculadas sábanas de la camilla... me limpian la cara. Oxígeno, por favor.

Ya en el hospital, tengo que esperar en un largo pasillo gris. ¿Dónde estarán los demás? 
Oigo voces que me describen.
“Cara de niña con cuerpo de mujer”.
Risas. Unas manos que exploran donde no deben.
“No, ahí no me duele, es aquí... no puedo respirar”.
Pero yo no soy quién para decirle al doctor cómo tiene que hacer su trabajo. Cerraré los ojos. Quizá me desmaye.

Al final, varias costillas rotas y dos meses postrada en una cama. Durante mi convalecencia me acompañan Dickens y las hermanas Brontë.
Tengo un lago cristalino cubriendo mi pecho.
Sobre el lago hay un piano de cola.
Y encima del piano reposa un sombrero de copa.
Dentro del sombrero, una bruma y un páramo.
Y culminando la pirámide, mi primer cuento.
Las palabras Álgido e Inefable.

Creo que aquí empezó todo.  

Pero todavía no. Aún estoy tumbada en una cuneta. Amanece. Puedo ver un brillo rosado en los cristales diseminados por la carretera.

Es 1 de julio. Tengo catorce años y no puedo respirar.


(Notas de verano)


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