2.

Bajo la sombra de los árboles frondosos del viejo parque, una mujer se refugia del calor que arde en las calles –ha visto bicicletas derretidas y estatuas carbonizadas manteniendo la compostura en su intrépida travesía–. Pero ahora está a salvo, sentada en un banco, percibiendo caricias olorosas de madera verde. Intuye una demanda de palabras en ese lugar, algo que debe escribirse... como si pululara por el aire un poema que alguien dejó sin terminar. Respira lo subjetivo entre las hojas, y siente las ganas de buscar aliteraciones y estrofas. Sonetos blancos. Fuentes pareadas.

Sentado frente a ella, un hombre lee las páginas sin textura de un libro electrónico, entre los humos de vapor de un cigarrillo que absorbe con movimientos mecánicos... le rodea un halo metálico que se solidifica con el hierro del banco; en algún rincón de su espalda debe encontrarse el habitáculo para las pilas. Todo en él parece postizo, hasta el acicalado tupé que le despeja la frente. Ha detectado el merodeo de una ardilla por las ramas más altas de un olmo y levanta raudo la cabeza de latón. Mira a la mujer. Su desarrollado sentido audiovisual acaba de registrar la más potente actualización.

Con los ojos cerrados, ella intenta evadirse del mundo por un rato. Recuerda los acordes de una canción. Va completando el poema. Y mientras permanece abstraída, los sigilosos dedos del viento deslizan suavemente el tirante de su vestido por la curvatura del hombro, como si derribaran un frágil obstáculo, dejando al descubierto las cuencas deshabitadas de un cuello largo, el redondo principio del pecho y la guarida de su areola roja; también una rima salvaje con hipérboles engarzadas, un caudal desbordado de libertad y el pellizco sensual que la desnudez ofrece, sin censuras.   

En los oídos del autómata, la caída del tirante ha sonado a descorrimiento de sedas, a cascadas de algodón. A melodiosa sirena que invita a la vida desde sus confines artificiales. Ahora tiene carne, pupilas irisadas, y un creciente deseo de analizar cada recoveco de esa composición.
Entre los árboles luminosos, con la onomatopeya del silencio, ambos enlazan los ojos. Ella, página de mujer escrita con tinta azul, se muerde el labio sin apartar la mirada mientras deja caer lentamente el otro tirante de su vestido, para que él pueda leer los versos enteros, reales...

Porque, ahí está. Ese es el poema.


(Notas de verano)


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