5.

Elijo la falda porque es roja y suave, de licra brillante. Tengo que probármela.

Los probadores de los grandes almacenes son extensiones inmensas de terreno urbanizable. Entras en ellos y sin darte cuenta apareces en otra dimensión. Se están convirtiendo en pequeñas ciudades que albergan calles delineadas y plazoletas; hay puertas principales con buzones, callejones sin salida y soportales dóricos. No tardarán en instalar una sucursal bancaria que ofrezca préstamos a bajo interés para que nunca se nos agote el saldo y podamos seguir comprando. Farolas de luz natural iluminan la ruta de un autobús que se pierde en un espacio aún inexistente. Seguro que allí plantarán zonas verdes por las que podremos pasear con la ropa nueva y comprobar cómo nos queda antes de usarla en el mundo real. Muy pronto, la gente empezará a confundir un mundo con otro; para quien ya no quiera salir nunca más de aquí, se construirá un hotel con buffet libre y unos cuantos colegios. Todos los niños aprenderán matemáticas con la etiqueta del precio real o rebajado pendiendo de brazos y cuellos...

Pero ahora es verano y este probador en concreto tiene una presencia inhóspita. La estampida del personal hacia la playa se deja notar; aquí dentro, en cambio, hace frío, los remolinos de pelusa ruedan por el reluciente pavimento como si recorrieran silbando una polvorienta calle del viejo oeste y hasta hay un solitario puesto de castañas en una esquina. La castañera asa castañas con ojos resignados, como si hubiera sido expulsada de algún paraíso simplemente por el hecho de existir y no le quedara más remedio que conformarse. Me mira resignada y yo, me resigno en consideración con ella y entro en un probador flanqueado por tres espejos; del techo sobresale un foco con forma de ojo delator que apunta perpendicularmente hacia mí. Empiezo a desnudarme.
Soy como esas muñecas Matrioskas que se guardan unas dentro de otras. Mi primer yo, decidido y tranquilo, encierra una inseguridad que oculta miedos que a su vez recluyen insignificancias que confinan complejos que aprisionan al ser. O sea, a mí. Y todo esto para decir que me quito el vestido que llevo, negro con calaveras blancas estampadas –no sé en qué estaría pensando el día que lo compré–, y me quedo a merced de los tres espejos, ahí, totalmente desamparada, bajo el despiadado foco que señala todas mis imperfecciones con su iris burlón. Me pongo la falda roja, muy mini. Levanto hombros y meto tripa. Observo mi figura triplicada, bien ceñida, pues oye... esto con unos buenos tacones da el pego, yo creo que sí, siempre que me mantenga sin respirar... venga, vale. Me la llevo. Adjudicada. Ay, mi falda roja, qué bonita es. Sé que no me la voy a poner nunca, pero eso ahora da igual. Vencer al foco escrutador ya es todo un triunfo.

Salgo al frío pasillo. La castañera sigue ahí, anclada en su esquina, revestida con el lánguido tegumento de la desilusión, mucho más áspero que la piel de sus castañas. La saludo con un ademán desencantado que no ha quedado muy convincente, pero ella agradece la deferencia y esboza una sonrisa.


Antes de irme, mido leguas con la mirada. Al fondo de un pasillo con hechuras de avenida van a levantar un hospital, y ya se está removiendo el terreno para la terminal del aeropuerto... en unos meses los probadores serán más grandes que la propia ciudad: una ciudad que envuelve otra ciudad que cubre un barrio que esconde una casa que oculta una habitación que guarda... unas cosas dentro de otras, al modo de las muñecas Matrioskas.


(Notas de verano)


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