7.

Hoy desayuno con mis sobrinos de seis años. Niño y niña.

Él holgazanea despistado porque no sabe (o no quiere) untarse la tostada; el azucarero es un dinosaurio... apoya la barbilla en la mesa para mirar la claridad que entra por la ventana a través del tarro de mermelada. Cuca los ojos intermitentemente.

Ella se bebe la leche con chocolate y me enseña pizpireta su pulsera de plastilina. Luego, poseída por el espíritu de la ocurrencia, comenta:

–Cuando tenga ochenta años viviremos juntas en un palacio de hielo...

Aún no controla muy bien la edad ni el paso del tiempo, pero ya ha aprendido a manejar con soltura sus poderes mágicos. Compra quesos en la luna y habla chino inventado. Será cantante-bailarina, aunque en estos momentos ejerce como pintora ocasional. Después me dibujará una casa con chimenea, y una flor. Tiene una sonrisa que colorea el dolor, y lo calma.

Él sabe muy bien cómo lograr lo que quiere. Nos escucha con la servilleta sobre la cabeza, a modo de sombrero, y acerca una tostada a mi mano. Le parpadean los ojos redondos mientras me pide ayuda, es un zalamero que tiene la manía de mirarme a los labios cuando necesita conquistarme. Y siempre lo consigue.

–Anda, trae...

Entonces se aproxima a mi oído y susurra como si hubiera descubierto un enigma peligroso:

–Pero ten cuidado... creo que hay un sol dentro de la mermelada de melocotón...

Y yo le unto todo ese sol en la tostada. Con sus destellos luminosos y su sencilla belleza.


(Notas de verano)


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