8.

No sé por qué tengo estas incontrolables ganas de marcharme a otro lugar, a buscar la nieve, por ejemplo, a ese refugio donde duerme el invierno... no lo entiendo, con lo bien que estoy aquí, rodeada de amigos que son mi bálsamo reparador, disfrutando de la suave brisa y de mi cóctel con sombrilla de papel; hasta me he fumado un cigarro (después de tanto tiempo). Las luces de neón pintan las caras de azul, de rojo, de azul otra vez, y las butacas de bambú llevan sombras que se alargan por detrás de la noche, de esta noche que oigo como de lejos:
“Ven, adéntrate en mí, corre, corre...”, me pide, pero yo no quiero escucharla, aquí me quedo, tan a gusto, escuchando chistes y recuerdos que a veces son rojos y otras veces son azules, según el neón intermitente; doy un trago a mi cóctel añejo con sabor a lima, me acomodo en el asiento de cojines persas y estiro las piernas bajo la mesa para mirar el tránsito del cielo ondulante; qué maravilla de sitio, quisiera atrapar la música relajante con las manos pero el sopor me lo impide, no he logrado conectar con la última risa que ha alborotado a toda la mesa y reconozco que aunque pongo gran empeño en permanecer alerta para no distraerme, mi atención se dispersa como el aroma de la vela con olor a canela que armoniza el espacio lounge, al capricho de la brisa. Y veo que el hombre de la mesa de al lado tiene un gran parecido con el tótem de madera que adorna una esquina de la terraza de verano, que el humo de una antorcha se mueve al compás del jazz, pero que el jazz no sigue el ritmo de los músicos, y sospecho –en esa verdad que la música lleva implícita– que jamás podré rellenar el vacío disonante que suena hueco en mi interior, y no entiendo por qué yo, ahora mismo, correría en dirección a la noche, a su voz que resbala como un arpegio por mi espalda.

Me levanto. Estoy mareada. “Hay que avanzar hacia la nieve, ¡hacia la nieve!”, anuncia el pistilo moribundo de una flor negra que perece en los dominios de un jarrón. Pero yo no puedo. Como mucho llego hasta el baño. Me echo agua en la cara y la seco con el vestido. Al envolverme en la tela, siento que es ahí donde he querido estar todo el tiempo, en ese paréntesis oscuro y reconfortante; mis ojos cerrados contienen imágenes soñadas, hundo la cara en un hombro de niebla, me acurruco en su abrazo.
Una mujer entra en el baño y me encuentra con el vestido levantado, cubriéndome la cabeza. Yo disimulo frotando la tela y mojándola en el grifo. “Estas manchas inoportunas”, digo de forma patética, y al levantar la mirada encuentro en el espejo un reflejo que no me corresponde. 

Vuelvo a mi cómodo asiento, a ignorar la llamada de la noche que abre para mí un sendero lleno de sombras rojas o azules, según. “Ven, ven”, pero yo no le hago caso. Aquí me quedo, bajo la sombrilla de papel añejo con sabor a lima, riéndome de algo que ni siquiera me ha hecho gracia. Tan a gusto.


(Notas de verano)


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