2.

Coloco la última pasta almendrada al lado de los mantecados y riego toda la fuente con piñones y bombones de avellana. Mi toque personal es básico para que los dulces queden desequilibrados, sin mucho criterio estético. Alguien llegará y arreglará todo este caos azucarado. Y me recordará que faltan los polvorones de limón, los que le gustaban a papá. Y yo fingiré haberlo olvidado.

A mi madre le duele la cabeza. Siempre le pasa. Quiere preparar tantas cosas para la cena que se agobia, se queda sin oxígeno y dos redondos coloretes afloran en sus mejillas. Dice que el horno le provoca jaquecas, y la veo deshaciendo la enorme pastilla de paracetamol en un poquito de agua para poder tragarla, porque a ella siempre se le atasca todo en la garganta si no lo mastica; arruga el gesto tras tomarse el amargo medicamento y continúa batiendo los huevos con brío, calculando la medida exacta de harina para que el bizcocho quede esponjoso, busca la levadura…

–¡Ahí va, nena, se me ha olvidado comprar la levadura! –eso quiere decir que tengo que salir disparada al supermercado–. ¡Y trae una botella de sidra!

Dejo a mamá llenando la cocina del olor y del calor de siempre, y por un momento tengo la fugaz sensación de estar retrocediendo en el tiempo muchos años atrás, cuando aún era niña y esperaba ansiosa a que llegara la noche, jugando al parchís con mi hermano en el suelo del salón, respirando ese mismo aroma que ahora vuelve a flotar por la casa.    

Salgo a la calle, aún es de día. La ciudad contiene la emoción que se siente antes de empezar una función, la han acicalado como a una vedette de revista antes de salir al escenario. Hay multitud de cables enredados en los hierros de los balcones, espirales de pequeñas bombillas rodeando postes, árboles vestidos de cintas y lazos. Todo está adornado con una bisutería gris que al llegar la noche se transforma en luces de colores, formas y movimientos; parpadeantes piedras preciosas refulgiendo en las rotondas, patinando en el agua congelada de las fuentes, como si, al apretar un botón, se pusiera en funcionamiento todo un espectáculo de varietés. Esa recargada luz artificial emulando magia. Constatando que, la verdadera magia, está más ausente que nunca.

Esa alegría triste que viene con el hielo. Silenciosa.

La aparición translúcida del invierno puede parecer invisible si solo nos fijamos en la aparatosa desaparición del otoño, pero tanta transparencia se deja notar en los espejos; una lluvia de heladoras estrellas diminutas desciende en cascada para posarse, al azar, por cuanto obstáculo encuentra antes de llegar al suelo. Sobre el manto de hojas muertas, el invierno se extiende sin ruido.
Yo puedo sentir y ver el cuerpo del frío debido a que pienso con el hemisferio derecho del cerebro, donde, al parecer, las personas zurdas tenemos nuestro lado irracional.

Y en el supermercado, agarro con mi mano izquierda un paquete de levadura, en el estante de la repostería, tirando al suelo varias cajetillas de maicena y casi todos los sobres de caramelo líquido. Me agacho a recogerlos, acostumbrada ya a mi torpeza, y entonces veo que, Elena, una vecina que casualmente pasaba por aquí, se ha percatado del estropicio y acude en mi auxilio. Con su gran eficacia, pronto está todo recogido. Elena es una mujer ejemplar. Tiene hijos y una carrera universitaria. Pronuncia correctamente “Frohe Weihnachten” porque sabe hablar alemán. Madruga para hacer yoga y trabaja en un puesto de gran responsabilidad. Algunas noches prepara pescado con verduras y natillas caseras, porque ella alimenta muy bien a sus hijos… “tú no sabes lo que se les quiere, pero bueno, aún te queda tiempo para comprobarlo”. Casi abro la boca para contestarle, pero desisto al ver que ella continúa hablando. Porque tiene una gran familia. Dieciocho esta noche para cenar. No importa, sabe organizarse bien, al final todos colaboran un poco, y qué divertida se intuye la noche… “vosotros sois tan pocos, pero bueno, ya estarás acostumbrada”. Casi comento algo sobre el profundo aburrimiento que ocupa mi existencia, pero ella no da tregua, que si el Año Nuevo lo pasarán esquiando, que si su vida va fenomenal, que si yo aún sigo sin trabajo… casi estoy a punto de mandarla a la mierda, pero, en lugar de eso, le cuento que tengo prisa y me despido con buenos deseos.
–¡Me alegro de verte!
Pura mentira.

Los villancicos suenan por la megafonía con un eco antiguo en las voces de los niños. Voy a por la sidra a la sección de bebidas, una calle llena de líquidos atrapados en vidrios etiquetados. Sin darme cuenta, he empezado a hablar mentalmente con mi padre:

"Sí, mañana es Navidad, este año, el Gordo ha terminado en 8, tú eras más del 7… papá, hace unos días encontré entre las fotos viejas una dirección escrita con tu letra, no sé a quién pertenece, a lo mejor era importante para ti, ya no recordaba la bonita caligrafía que tenías… ¡aaah, ayer tu equipo ganó al eterno rival!, cómo hubieras disfrutado… sí, ya como más, no estoy tan flaca, ¿sabes qué pasa?, que no se me da muy bien esto de vivir, yo hago lo que puedo, pero… por cierto, he escondido los polvorones de limón donde tú los guardabas; no sé por qué hago esto, parezco una loca, si al menos supiera que me estás escuchando…”

Y entonces, se va la luz en el supermercado. Se escuchan algunos gritos y expresiones de asombro. Yo intento creer que ha sido una sobrecarga eléctrica, que tanto abuso de la energía tiene estas consecuencias...

Pero el hemisferio irracional de mi cerebro está pensando en otra cosa.


(Invierno en llamas)


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