NUEVE PASOS
Pintura de Paul Wright |
Los veranos de mi infancia siempre comenzaban con el viaje al pueblo. Mamá vaciaba
medio armario en varias maletas, las metía en el maletero del coche y colocaba
la silla de ruedas de mi hermana pequeña encima. Nosotras íbamos sentadas en el
asiento de atrás, vestidas con canesús de punto y preguntando minuto a minuto
cuánto faltaba para llegar. Cuando al fin avistábamos la casa de los abuelos,
tocábamos el claxon y ellos salían a recibirnos.
La
abuela pintaba cuadros. El abuelo era zapatero.
Después
de un par de días, mamá nos embadurnaba de besos, se montaba otra vez en el
coche, y desaparecía. No volvíamos a verla hasta septiembre.
En
el pueblo brillaba la cal, el color añil y un río transparente.
Y
parecía que en el estudio de la abuela se concentraban el resto de los colores;
de sus pinceles salían mujeres fucsias, candelabros verdes o montañas doradas;
los cielos lucían estampados y los árboles se elevaban puntiagudos, ribeteados
con trazos más espesos de pintura. La casa en sí era una prolongación de sus
cuadros; había flamencos rosas encaramados a las cortinas, hilos de musgo
colgando de las lámparas y cáscaras de huevo adornando las cenefas de la
cocina, pegadas a conciencia como mosaicos irregulares. Mientras cocinaba, la abuela
nos contaba cuentos y los vapores que ascendían por la cacerola iban formando
dibujos de humo, como si fueran ilustrando las historias para imaginárnoslas
mejor. Dragones, calabazas y gatos con botas acababan flotando por el techo de
la cocina hasta que se desvanecían.
En
el taller del abuelo, un pájaro cantaba a todas horas, aliviando con sus trinos
los lamentos del calzado más estropeado. Se llamaba Lucio y era un periquito de
pico azulado y plumas verdes. Su presencia atenuaba la sombra que el abuelo
llevaba encima desde la guerra, esa cosa tan triste que se le había adherido a
la piel como un sedimento, erosionándole por dentro. Cuando entraba algún
cliente, levantaba la vista por encima de las gafas como si regresara atormentado
del infierno y le costara ubicarse, pero eran solo unos segundos, después atendía
a la gente de forma cordial, porque el abuelo era triste, pero también amable y
cariñoso. Si torcía un poco el labio, mi hermana Mati y yo entendíamos que estaba
sonriendo y que vendría a darnos chicles de fresa, a escondidas de la abuela.
Siempre
he tenido un olfato muy desarrollado. En el colegio, intentaba llegar pronto a
clase solo para percibir el olor de los lápices antes de que don Aureliano
apareciera y manchara el aire con sus dedos de nicotina. Y también me gustaba
bajar pronto al taller de zapatos, porque, a primera hora, aún conservaba la
mezcla de cuero, betún y pegamento que se había ido acumulando a lo largo del
día anterior. Cuando el abuelo pegaba las suelas del calzado, Lucio se desgañitaba
bajo los efluvios de la cola de contacto. Ese era su olor favorito, hasta
parecía entrar en una especie de limbo feliz, dentro de la jaula.
Los
mocasines y las bailarinas compartían espacio en un cesto de mimbre, aplastados
ellos y confusas ellas, sus pasos de baile ya solo perduraban como un eco
malhumorado… las sandalias de esparto tenían el recuerdo de sus días encajado
entre la hebilla, y las botas, en el estante superior, se inclinaban
progresivamente, vencidas por el peso de las horas, como si representaran una
eterna reverencia. La luz que deshacía los marrones oscuros del taller se
parecía mucho a una escena del colegio, la que protagonizaba el sol cuando
irrumpía en medio de la clase de historia y hacia brillar el reloj suizo de don Aureliano.
El
verano irradiaba aromas y colores.
Sin
embargo, nuestra habitación era blanca, con muebles lacados y visillos de lino.
Sobre la cómoda descansaba una caracola que tenía un mar adentro. A Mati le
encantaba escuchar cómo rugía y golpeaba las olas contra la concha. Pero no
podía verlo. A veces introducía la mano en el hueco y estiraba los dedos por si
acaso llegaba a tocarlo, o volcaba la caracola en la cama y la agitaba
enérgicamente para ver si se escapaba algo de agua, pero nada, de ese mar
invisible solo conocíamos su cavernosa voz acuática.
–A
lo mejor papá puede verlo desde donde esté –dijo un día mi hermana.
–Qué
va, cómo se te ocurre –contesté yo, con decisión.
–¿Por
qué estás tan segura?
–Porque
nadie puede verlo, ni siquiera el cura que vive en el confesionario, y eso que
él puede hablar con Dios.
–¿Se
lo has preguntado?
–Sí.
–¿Y
qué te ha dicho?
–Que
rezara dos Padres Nuestros.
–¿Y
así lo podremos ver?
–No
creo, para eso habría que rezar el catecismo entero, por lo menos.
–¿Y
para ver a papá? –preguntó entonces Mati, con los ojos muy abiertos–, ¿qué
tendríamos que rezar para ver a papá?
El
viento se deslizaba, afuera. Era suave, movía los árboles. Traía rodando los
matojos que se secaban en el campo. Se llevaba las preguntas que yo no sabía
contestar.
Algunas
tardes, mientras Lucio coloreaba con sus cantos la hacendosa tarea del zapatero
remendón, nosotras tres salíamos a pasear por la orilla del río. La abuela
empujaba la silla de Mati y yo iba correteando, delante de ellas. Una vez me
llevé la pequeña caja adornada con margaritas que la abuela había
pintado. Me dijo que la utilizara para guardar las cosas que más me gustasen,
así que, se me ocurrió bajar al río y llenarla de agua transparente... pero algo
salió mal porque, al mojarse, la caja empezó a descomponerse, hasta acabar
siendo un pedazo de cartón agonizando en las palmas de mis manos. Fui a
contárselo a la abuela. Yo hacía pucheros mientras le explicaba que no sabía que fuera de cartón; tenía empapado el vestido y de las
margaritas solo quedaban pegotes de pintura emborronada. Al principio, ella me
miró muy seria. Pero al rato no pudo contenerse y empezó a reír a carcajadas,
tanto, que tuvo que sentarse en el suelo. Su risa era tan contagiosa que Mati también
reía. Volvimos a casa. Yo, enfadada, con el espíritu de las margaritas aún
presente y sin entender cómo, ante semejante tragedia, ellas eran capaces de
comportarse así, ríe que te ríe, parando a intervalos para volver a
desternillarse con más ganas.
Fui
a mi habitación para quitarme el vestido mojado, y me tumbé en la cama. Solo
quería ver a papá, pero eso era imposible…
Cogí
la caracola. El mar estaba en calma. Me dormí escuchando sus olas invisibles.
Por
las noches, al abuelo le habitaban todos los misterios de las caracolas, esos
que cruzaban el mar y continuaban sedientos por el otro lado de la vida. Yo aún
no sabía que sus sufrimientos llevaban el eco de las bombas y la impotencia de
no haber podido hacer nada para evitar tanto dolor. Mamá me contó mucho tiempo
después que el abuelo presenció auténticas atrocidades durante la guerra y que
nunca había regresado del todo de allí. Pero en aquel tiempo yo solo alcanzaba
a intuir su tristeza, sin preguntarme de dónde provenía.
Después
de cenar, bajaba de nuevo al taller para terminar de fabricarnos, a Mati y mí,
unos zapatos. A veces, yo le acompañaba. A esas horas, Lucio dormía. El abuelo
cerraba todas las contraventanas de madera. Echaba el cerrojo de la puerta de la
calle y se alumbraba solo con la luz de un flexo. Entonces, el charol rojo que
moldeaba en la horma resplandecía y reflejaba su rostro. Cuando ya todo era
silencio, encendía el transistor y sintonizaba ondas clandestinas que iban
apareciendo como palabras voladoras.
El
sonido era un hilo suspendido, flojo. Casi nada. Pero lo llenaba todo.
Al
abuelo le temblaban los ojos como dos velas encendidas en la penumbra.
Yo
me dormía con la cabeza apoyada en la estantería de los zapatos de cordones.
La
bata blanca de la abuela siempre estaba manchada de pintura. Madrugaba y abría
todas las ventanas para que la casa se orease con el perfume de los campos
regados. Nos preparaba el desayuno. Cantaba coplillas. Se recogía el pelo con
un pañuelo floreado cada vez que pintaba bucólicos paisajes. Yo creo que la
abuela se había instalado en la alegría para que la sombra del abuelo no
pudiera envolverla a ella también. Por eso se rodeaba de color y no permitía
que nadie, excepto él, estuviera triste a su alrededor.
La
noche de la verbena, mi hermana y yo estrenamos los zapatos rojos de charol que
el abuelo hizo con sus propias manos. Dos pares iguales, para que fuéramos a
juego. Yo nunca había tenido unos zapatos tan bonitos, y caminaba con cuidado
para no mancharlos de tierra. Mati los llevaba relucientes, sentada en su silla
de ruedas, sin dejar de mirar cómo los míos se movían al andar. Yo sabía que
ella hubiera preferido mil veces ensuciarlos de polvo y gastar las suelas de
tanto correr. En ocasiones, me sentía culpable por tener ese privilegio y no
saber valorarlo lo suficiente.
Llegamos
al centro de la fiesta. Una luna enorme, redonda y blanca como si estuviera
hecha de nieve teñía de plata la explanada de la plaza. El bullicio se extendía
por todos lados. Tiovivos, puestos de abalorios, algodón de azúcar… una
orquesta de verano tocaba pasodobles y mujeres con toquilla bailaban alrededor
de la fuente agarradas a hombres de piel curtida. Eran las fiestas populares, y
en las terrazas de las casetas reconvertidas en bares, la gente estaba cenando
pinchos y zurra.
Pero
nosotras queríamos montar en las atracciones y nos adentramos por la feria.
El
abuelo cogió en brazos a Mati y los cuatro subimos a la noria. No me gustó el
cosquilleo que sentí en el estómago al bajar, tenía vértigo. En cambio, mi
hermana sí estaba disfrutando, y alargaba el brazo en el punto más alto de su
vuelo imaginario para tocar la luna. Esa luna inmensa que parecía tirar de
nosotros, como si fuera ella la que impulsara la noria. Me recordó a cuando don
Aureliano nos hablaba del poder de atracción que la luna ejerce en las mareas, de
cómo sube y baja el nivel del mar debido a la gravedad.
Yo
bajé de la noria medio mareada, y ya no quise subir a nada más. Paseamos,
comimos berenjenas, escuchamos a los músicos y a la abuela le tocó un peluche gigante
en la tómbola. Aún notaba el vértigo de la noria cuando llegamos a casa.
Ni
siquiera me pareció la misma casa. Una luz plateada la mantenía encendida.
Al
entrar en nuestro dormitorio vimos que el suelo estaba cubierto de agua. ¿De
dónde había salido? ¿Se habría roto alguna tubería? ¿Por qué se escuchaba un continuo
gorgoteo? Todo eran preguntas que me asaltaban.
Empecé
a entender lo que ocurría cuando vi a Mati señalando la caracola.
El
poderoso influjo de la luna llena debió subir tanto la marea de los océanos
aquella noche que hasta nuestro mar invisible se había desbordado y caía en
cascada por el borde de la cómoda.
Pero
el mar no fue el único afectado.
Mati
comenzó a mover las piernas, posó los zapatos rojos en el suelo mojado y se
levantó. Paso a paso, muy lentamente, cruzó la habitación. Nueve pasos, hasta
que llegó a la caracola. La cogió con sus manos. El mar se le escurría por los dedos y numerosas olas la mantenían en pie.
De
no haber destrozado la caja de las margaritas, hubiera guardado en ella la
imagen de mi hermana Matilde caminando hacia el mar invisible, con los zapatos
rojos y la efímera magia de aquellos extraordinarios nueve pasos.
Une histoire un peu triste qui vous présente un peu de votre fantasme mélangé au rouge que j'adore
ResponderEliminarMerci beaucoup pour ton commentaire.
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