YUKALI POESÍA N.º 3 - LA CIUDAD
Revista digital
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Todo
lo que empezó siendo solamente una idea de compartir poesía, rescatando a los
clásicos para mezclarlos con la contemporaneidad de nuestro tiempo, se ha
convertido en una realidad que lleva ya tres números; una revista digital de
poesía de carácter anual en la que, a través de un denominador común, se van
mostrando poemas muy diversos. El primer número se dedicó al bosque, el segundo
a los rostros y, en esta ocasión, hemos querido darle protagonismo a la ciudad.
Desde
la antigüedad, la poesía se ha visto reflejada en las ciudades y es parte
inherente de la civilización. Los rapsodas ya difundían la poesía en las urbes
del Peloponeso. La Ilíada, el poema occidental más antiguo,
nos habla de la destrucción de una ciudad, Troya. En la Biblia abundan los
poemas urbanos, en torno a los templos de Jerusalén o a las murallas de Jericó.
La lujosa Babilonia o la Atenas del conocimiento han sido sueño e inspiración
para muchos poetas. En la Roma Imperial se crearon los poemas de Catulo o de
Marcial. Las ciudades y la poesía han experimentado un sinfín de
transformaciones a lo largo de los siglos, desde la Florencia de Dante y el
Londres de Shakespeare hasta el París de Baudelaire o la Granada de Lorca.
Esta
es la ciudad de Yukali Poesía. Una ciudad de ciudades,
genérica en su conjunto, etérea y corpórea a la vez, una ciudad con alma que
desliza su latido por las calles, plazas y estrechos callejones. Una urbe con
alas de ceniza que se eleva ante nosotros sin apenas definir la delgada línea
que separa lo marginal de lo cosmopolita.
La
Nota Editorial dice:
“Al margen del horizonte, donde lo invisible adopta
formas libres, se erige una ciudad construida con palabras. Los días rojos
cantan jilgueros por las plazas y manojitos de letras florecen entre el
asfalto, pero cuando el viento azul sopla, se apagan las luces de los edificios
y los mercados cierran sus páginas. Por la noche, el hormigón supura una
nostalgia que embellece tristemente la urbe y cubre de niebla los callejones.
Entonces, los poetas que no duermen convierten las calles en poemas; ruedan
coches y lunas por la avenida y algunos perros ladran baladas. Si los vidrios
de las ventanas estallan, los versos lloran una lluvia muy fina que calma la
sed de las alcantarillas. La llegada del sol restablece el orden y destina a
cada barrio un nuevo capítulo. Las palabras se desperezan en los semáforos de
papel empapadas de sueño y los transeúntes se detienen a leerlas como si en
lugar de caminos pasearan nubes”.
El
conjunto urbano y su sistema de relaciones crean un espacio estructurado por el
lenguaje, y la poesía contiene su parte más subjetiva y metafísica, poblada por
diferentes voces. En Yukali Poesía traemos una muestra de esa
diversidad reuniendo a poetas de distintas épocas y estilos en una especie de
antología que se va desarrollando a través de un mismo tema, “La ciudad”. Os
invito a dar un paseo por ella siguiendo el itinerario que nos traza la
revista, pero no como turistas que buscan monumentos o jardines hermosos para
conseguir una fotografía, sino como lectores atentos que perciben las grietas,
su invisible pulso, la certera punzada de lo cotidiano y su singular belleza a
través de la mirada de los poetas.
Comenzamos
paseando por la Avenida estadounidense, flanqueados por unos gigantescos cuerpos de
hormigón. Robert Frost se ha detenido a mirar el callejón más
triste porque dice ser un conocido de la noche. La luna se muestra distinta a
medida que avanzamos: mientras Lola Ridge la percibe
como un melón dulce goteando espesa miel de luz, la luna de Frank
O’hara resplandece con la cara rota sobre los puentes y se revela como
una perla. Cerca de allí, su amigo John Ashbery está viendo
una película de los cuarenta; una ventana, una persiana, una mujer leyendo y el
silencio de una biblioteca. En la sección Beat Denisse Levertov asegura
haber visto el paraíso en el polvo de la calle, pero cuando estamos a punto de
verlo nosotros también, Adrienne Rich interviene para
recordarnos que solo somos árboles moteados de cicatrices.
Y
casi convertidos en ramas, llegamos al Barrio
hispanoamericano. Nos recibe un humo gris como el cielo de Alfonsina Storni o
como la luz polvorienta de un “Vaciadero” del que Enrique Lihn nos
hace cómplices. Allí fermentan las aguas del tiempo y el elenco de la
prostitución establece su guarida. Siguiendo hacia la izquierda y atravesando
un parque encontramos "La calle del agujero en la media". Raúl
González Tuñón, apoyado en una farola, escucha la música que proviene de un
bar y añora a una mujer querida. Por la acera de enfrente, Carilda Oliver
Labra camina entretenida, resignada, pidiendo que el canario no se
muera y, de repente, ocurre un milagro que solo ella puede ver. La calle
desemboca en una pequeña plaza. Sentados en un banco, el matrimonio de
poetas Oliverio Girondo y Norah Lange observan
cómo el vigilante de la esquina detiene de un golpe de batuta todos los
estremecimientos de la ciudad.
Nadie
duerme en el casco antiguo, donde viven los poetas Clásicos. Calle abajo, Juan Ramón Jiménez escucha
unos pasos arrastrados como por el cielo, que llegan siempre y no acaban de
llegar. A lo lejos, la noche ciudadana orquesta su jazz band, y Lucía
Sánchez Saornil desea cabalgar los caballos de bronce de las
glorietas. Pero no duerme nadie por el mundo, nadie. Federico García
Lorca lo sabe, y nos pide que estemos alerta, porque un día las
hormigas furiosas atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de
las vacas. Vanguardias y surrealismos cuelgan de los balcones, y el insomnio se
adueña de la noche. Cada cuál pasa las largas horas como puede: Dámaso
Alonso preguntándose por qué se pudren más de un millón de cadáveres
en la ciudad y Ángela Figuera Aymerich intentando convencerse
a sí misma de que ella no tiene la culpa de todos los males que nos
acechan. Carmen Martín Gaite prefiere llamar a una farmacia de
guardia. No buscando Valium ni Orfidal, sino un específico protector de la fe
que le haga provocar de nuevo deseos y sorpresas.
Debido a la
gentrificación, los poetas Contemporáneos se han mudado a las afueras. Algunos patean la ciudad
tatuando el asfalto o participan en recitales poéticos por orden de
llegada: Jorge Riechmann imanta su mirada mientras los
árboles pierden la memoria. La madre de Manuel Rivas, regresa
bostezando de fregar las oficinas y se sienta frente al televisor. David
González (in memoriam, nos dejó el 6 de febrero de 2023) pierde a su
chica cuando le confiesa su estancia en la cárcel. Sentado en la terraza de un
bar, con un café delante, Karmelo C. Iribarren deja que pase
el tiempo sin hacer nada. En el supermercado, Blanca Morel siente
la furia y salta, y ama, y compra el pan. Carlos Catena Cózar intenta
construir una casa donde quepa su abuela. En un lapso de tiempo, la ciudad
de Laura Villar Gómez se desvanece como nube o cigarrillo,
y Tes Nehuén quisiera hacer del lenguaje una semilla capaz de
resucitar después del fuego.
Continuamos nuestro paseo y, atravesando los márgenes de las
páginas, llegamos al Edificio Yukali. Los vecinos yukaleros se han reunido en casa de Juanma Cuerda (3ºA) con
el fin de escribir un poema que hable de la ciudad. Tras algunas negaciones,
varias divagaciones y algo de inspiración divina, llegan algunos
resultados. Manuel Cardeñas Aguirre nos presenta una ciudad
cuyas gentes viven erráticas en sus ganas de huir y firmes en el propósito de
quedarse hasta la muerte, y nos pregunta: ¿Tiene alma una Ciudad-Poeta? Isidoro
López Braña y Joaquín Pérez recuerdan momentos de la
pandemia; los aplausos y las mascarillas, el silencio de una noche más larga y
el sueño de una ciudad solitaria. Aetheria, la chica del
ático, no ha podido venir porque está de viaje y, desde Egipto, nos envía una
postal de los Minaretes de El Cairo y unos versos de Naguib Mahfuz. Con
elegancia de soneto, Nuria Pradilla plantea una ciudad voraz,
fiera insaciable que hace jirones el pasado y dentella el futuro. Para Luis
Vinuesa, la vida nocturna se manifiesta en un garito escondido con
atmósfera de gasa verde, unos tipos estirados en sus trajes y un barman
convertido en héroe. Ana Sánchez Huéscar imagina una ciudad de
cristal, frágil y desigual, que se rompe sin que nadie lo perciba porque su
herida es invisible. Todos hemos aportado algo. En cambio, el cuaderno de Juanma
Cuerda continua en blanco. Su casa está vacía (nosotros tampoco
estamos) y ha cerrado las cortinas para evitar encontrarse consigo mismo en la
ventana de enfrente.
Pero
poco a poco se ve el resplandor. En Otras calles, amanece. Como un poeta, el sol desciende a la ciudad y Charles
Baudelaire le sigue el rastro por todos los rincones. Cavafis lo
mira: da igual donde vayas, le dice, te harás viejo en cualquier parte. Mayakovski en
cambio, rebosando vida, busca enloquecido su pulso salvaje, y Cărtărescu, que
deambula vacío porque se le acabó el amor, se sienta en una cuneta a contemplar
la hierba deslumbrante.
Y así, con
el sol en la cara, hemos llegado al final del camino, donde el viaje se
convierte en memoria. Pero como en Zaira, la ciudad invisible
de Italo Calvino, comprendemos que “la ciudad no cuenta su pasado,
lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles,
en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas
de los pararrayos, en las astas de las banderas, cada segmento surcado a su vez
por arañazos, muescas, incisiones y comas”.
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