MICROMUERTES
Amor
Desnudo de ópalo
marea que muerde lunas y nubes y ansias.
Llora la piel, nacen escamas y lunares satélites que orbitan ombligos,
Desnudo de ópalo
marea que muerde lunas y nubes y ansias.
Llora la piel, nacen escamas y lunares satélites que orbitan ombligos,
marcas de labios culminando dunas,
besos unidos en ondas de agua.
Caricias, deseo curvando mi espalda.
Tus ojos. Tus manos.
Mi alma.
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Hace días que
no salgo a la calle. Duermo mucho y siento una profunda pesadez en la cabeza.
Escucho sin parar los ladridos nerviosos de un perro, amortiguados por un velo
denso que aplaca los sonidos como si el aire llevara alojados algodones
diminutos. La débil luz que sobrevive a las sombras me hace deambular sigilosa
por la casa sin saber muy bien si es de día o de noche.
Creo que han
vuelto las visiones que llenaron mi infancia de palizas y castigos severos,
porque hace un momento –que pueden ser horas, o días– he visto a la niña que
fui frente a un espejo, mirándome asustada. Sé muy bien que el miedo la
paraliza y que cuando cuente lo que ha visto, mamá no la creerá y la encerrará
en el sótano toda la tarde. Por bruja mentirosa.
Pero yo si la
creo. Regreso al espejo, entro en sus pupilas espantadas y
contemplo, con la misma nitidez de entonces, a la mujer de ojos blancos y pelo
ensangrentado. Acercándose desde el otro lado.
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He
soñado con Agatha Christie y ahora debo atenerme a las pruebas. El desayuno
estaba lleno de huellas. De camino al trabajo siento que me persigue el
mayordomo de los guantes blancos. Y todo porque no-sé-superar-mis-miedos. Son
voraces y yo pura carnaza. A las doce y diecisiete mi jefe me ha mirado con un
odio inusitado. Creo que el asesino ha sido él. Pero Agatha discrepa.
Un
hombre con los bigotes de Hércules Poirot me acusa de esconder gritos bajo el
felpudo, y después se larga tras el rastro de un sujeto sospechoso. Qué sabrá
él. Espabilo porque a las tres cierran la panadería. Cuando llego a casa,
levanto el felpudo, pero allí solo hay un Pokémon que escupe hielo. Mientras la
sopa se calienta me asomo bajo la cama. Aquí sí, mis gritos duermen con la boca
abierta. Siempre lo hacen a la hora de comer.
Después de cenar me voy al bar, sola.
Es viernes y me pido un whisky, no me gustan los gin-tonics. Solo quiero ser
una sombra en la mesa más apartada. Un piano suena en directo y yo me embeleso
con la nueva camarera. Es clavadita a Audrey Hepburn, pero con los ojos azules.
Hay un tío apoyado en la barra que me pone morritos. Se cree que lo miro a él.
¿Será el asesino? Agatha dice que no, que solo es un gilipollas.
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Y le duele el agua que resbala por su cuerpo en la ducha y se pone los
pantalones vaqueros y la camisa oscura de flores pequeñas con un hilo de
respiración y le matan los correos escuetos y fríos y los tweets ajenos que
nunca debió haber leído y siente angustia porque lo imagina olvidándola y al
intentar comer no le entra nada y se pinta los ojos construyendo un dique en
sus pestañas para contener el manantial que le brota insistente desde un lugar
interior inacabable y se ahoga al usar el mismo perfume que su piel irradió
cuando fue Mujer Inmensa envuelta de versos y sale a la calle donde es actriz a
tiempo completo...
Radiante por fuera. Muerta por dentro.
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Morirán brevemente
el uno en el otro
el uno en el otro
cuando el
desbordado aliento les abandone
por otros
mundos de miel y luces
hasta su
regreso
piel con piel
justo antes de seguir respirando.
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Detrás de la tristeza se esconde el deseo vehemente de volver a verle.
Y susurra su nombre cuando todo va mal.
Por si la oyera.
¿Se puede amar más?
Pero el óxido de los días corrompe purezas.
Pasea por la geografía árida del vacío, con el ánimo oscilante palpitando en
el mismo nacimiento del dolor, hasta el fin del día.
Y tiene palabras preparadas como flores o como oasis que a veces utiliza en
actos desesperados. Arrebatos incongruentes que no controla. Por si la oyera.
Hay una lejanía agria devorando horizontes. Una mariposa
sin alas se arrastra por los huecos de un esqueleto de antílope. Lo demás es silencio.
Hace
frío en este infierno.
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Salimos del cine.
Mi
amiga y yo. Y tú, enredado en mi pelo. Afuera, el trajín de Madrid, y la
lluvia. Se moja mi pintalabios de cereza, y un paraguas
verde para dos.
Para tres, porque tú estás conmigo.
Aunque no estés.
Y
bajamos por la calle peatonal. Los comercios, el violonchelo que musita lejano
unos versos de Bécquer, y la lluvia. Mi amiga habla. La peli no le ha gustado.
Para compensar, me regala asombrosas recetas de repostería.
Tan interesantes.
Pero yo voy contigo. Por nuestra
calle.
Te ríes porque he dicho no sé qué, y me sonrojo.
Entornas los ojos y, sin venir a cuento, me sueltas que estoy guapa. Creo que
sueño. Y si es real, durará poco.
Porque aquello es una
noche de sol... y ahora, la lluvia.
En
efecto. Dura poco. La risa. Y no querer que pase el tiempo. El tiempo que tiene
manos lentas y alas de vampiro. Cómo es, el muy verdugo. Y mi amiga, habla.
“Harina, huevos, azúcar, ralladura de naranja”, bajo
el paraguas verde.
Podría
escuchar tu voz ahora,
y un chico me
pide unas monedas, y Stop Desahucios.
Mis botines, mojados, y mi amiga cubre
el tercer pastel con chocolate blanco. Intento desviarla del trayecto,
podríamos volver por cualquier otro sitio. Pero no lo consigo.
La última vez que pasé por allí, fue contigo.
Me acerco, y una canción, y el poema. Huele y en la
garganta, tres nudos.
Todo late, vibro. Una pareja de
adolescentes usurpa nuestro espacio. Están usando nuestros abrazos, nuestros
besos. Y me muero al verlos, y tiemblo... La escalera desciende, y mi amiga
receta, “es muy importante que el horno esté a doscientos cincuenta grados”,
y yo vuelvo la cabeza, pero no te
veo...
y me muero, y te quiero.
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